La leyenda del Tambor

Orestes Kindelán, siempre con el ‘46’ en el dorsal, integró junto a Antonio Pacheco y “El Niño” Linares el trío ofensivo más intimidante que tuvo el team Cuba.
Orestes Kindelán, Cuba, Serie Nacional, Grandes Ligas
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LA HABANA, Cuba.- Había oído decir a unos cuantos colegas que Orestes Kindelán era “un pesado”. Que a raíz de algunas críticas que se le hicieron en televisión, trataba como alimañas a los periodistas. Sin embargo, la única vez que conversamos todo discurrió por el mejor de los caminos. Imposible un ambiente más cordial.

No pretendo exonerarlo de culpas, si las tuvo. Acaso maltrató a varios personajes de mi gremio: tal vez se lo merecían, quizás no. Pero tengo muy claro que acá, en esta islita donde los diferentes son mal vistos, se le cuelga un cartel negativo al que ejerce su libre albedrío.

Justo eso es lo que hizo Kindelán: actuó por sí mismo, sin esperar a que le sugirieran un libreto o comportarse en modo monaguillo. Simplemente, decidió que no daba entrevistas. Consideró que “la prensa viene y quita: cambia a este, cambia al otro”, y cerró con un swing tan poderoso como aquel que le diera 487 jonrones en la Serie Nacional. Dijo: “Los periodistas juzgan a todo el mundo, pero quién los juzga a ellos. La escuela de comentaristas deportivos del país, ¿dónde está?”.

En su momento, El Tambor Mayor —hermoso apodo— fue a Cuba lo que Ted Williams a las Grandes Ligas. Y no me refiero (aunque también) a su condición de slugger número uno de la etapa, sino a que se convirtió en el chico malo que rechaza abierta y firmemente a los medios de prensa.

Hubo un tiempo, me acuerdo, que no se mencionaba su nombre. Decían “viene a batear el cuarto bate” y nada más. Pero entonces el hombre complicaba las cosas, toda vez que despachaba un batazo panorámico que forzaba un escueto pero elogioso comentario: “cuadrangular del cuarto bate”.

El punto es que Kindelán fue extraordinario. Corría poco, era un catcher horrible y tampoco brilló en el outfield o la inicial, pero cuando se paraba en la caja de bateo se estremecían los montículos. Dicen que cada vez que arrastraba por tercera había un conato de diarreas, y que después de que aprendió a batear la curva más valía no enseñársela.

Siempre con el ‘46’ en el dorsal, integró junto a Antonio Pacheco y “El Niño” Linares el trío ofensivo más intimidante y perdurable que tuvo el team Cuba, ganó todo lo que podía ganarse en un período donde no había Clásicos Mundiales, inauguró el club de los 30 bambinazos en un campeonato doméstico, se agenció en tres ocasiones la Triple Corona y todavía hoy —casi un cuarto de siglo después de su retiro de los certámenes cubanos— nadie pudo igualar sus totales en vuelacercas y carreras empujadas.

Pero bueno, comentaban, el tipo era “un pesado”. Incluso se rumoró que había amenazado al árbitro Javier Rodríguez para que dejara de hacer cierto ritual característico a la hora de ponchar al bateador. Le dieron perfil bajo, le crearon una leyenda negra… Kindelán, mientras tanto, seguía mandando pelotitas por encima de las cercas.

Eso, y echando fuego por la boca. Escupiendo sus verdades y siendo él, sin importar lo que dijeran o pensaran. Un día, hastiado de dar (y coger) palos, optó por el retiro, continuó luego en los dugouts como técnico, y ahora mismo trabaja con su hijo para que cumpla el sueño de llegar a Grandes Ligas. Un sueño que, a mi juicio, él habría consumado sin problemas. Porque Orestes Kindelán era “un pesado”… en el home plate.

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