Vicente Echerri. Publicado el jueves, 28 de junio de 2001
en El Nuevo Herald
La salud de Fidel Castro ha sido tema de todos los periódicos y
noticiarios en los últimos días; especialmente en Miami y desde
estas mismas páginas. Sobre el breve colapso del dictador han sobrado
comentarios y especulaciones; no vendré a agregar otra. Sin embargo, un
hecho derivado de ese incidente suscita este artículo: la intempestiva
intervención de Felipe Pérez Roque, el ministro de Relaciones
Exteriores de Cuba, quien trató de calmar los ánimos desde los
mismos micrófonos sobre los cuales, un momento antes, se había
desplomado el comandante en jefe.
La inesperada aparición de la grotesca figura del canciller cubano
era tan repulsiva, tan chocante, que el desmayo de Castro y sus posibles
consecuencias políticas pasaron de inmediato, para mí, a un
segundo plano. El legado de Castro estaba ahí, ante nosotros, en la
gestualidad orangutanesca, el habla torpe, la irredimible vulgaridad que emanaba
de todo el sujeto. Si alguien tenía dudas sobre la impronta del castrismo
en la vida cubana, bastaba haber visto a Pérez Roque esa tarde para
perderla. El era el resultado de más de 40 años de devastación
social, la perfecta encarnación del "hombre nuevo'' que el comunismo
tantas veces nos prometiera.
Si algo permanente, o al menos duradero, deja el castrismo es la exaltación
de los modales de la canalla en la vida cubana, ese repertorio de voces,
ademanes y conductas que nosotros solemos clasificar de "chusmería'',
y que si bien siempre existió, como resultado del encuentro entre la
ordinariez española y la primitiva sencillez de los negros, se mantenía
contenida por ciertos modelos de refinamiento que una elite educada había
impuesto desde los tiempos coloniales y que sentaba las pautas del comercio
social y, aún más, del ejercicio de una carrera pública. Y
aunque es cierto que, entre nuestros políticos del pasado, no faltaron
patanes, las normas de comportamiento que heredábamos tendían a
reprimirlos y, al mismo tiempo, a inducirlos a la superación. Dicho de
otra manera, la "chusmería'' cubana era vista como un defecto que
limitaba el ascenso social; como una rémora. El castrismo, en su afán
de aniquilar nuestros valores tradicionales, exaltó ese defecto y lo
convirtió en rasgo esencial del carácter nacional. Pérez
Roque es uno de sus productos mejor logrados.
Aunque el ejercicio de una democracia liberal en Cuba, abrió las
puertas de la vida política a elementos de toda laya, los consejos de
ministros, aun de los gobiernos más populistas de la república,
solían estar compuestos de nuestra mejor gente: educada, refinada y
capaz; y ninguna cartera ministerial exigía más lustre que la de
Relaciones Exteriores, que era, de algún modo, el rostro que los cubanos
le dábamos al mundo. Ya fue un escándalo cuando Raúl Roa
(un intelectual que se vendió a la dictadura) quiso golpear al delegado
de Chile en plena sesión de la Asamblea General de la ONU. Mayor escándalo
fue después la sola presencia de Isidoro Malmierca, que no parecía
haber abandonado su antiguo oficio de carnicero cuando subía (trepaba más
bien) a algún podio respetable. Los que nos asombramos de esa degradación,
no habíamos visto nada todavía: Roberto Robaina, una suerte de
mensajero de botica con aires de torero, vendría a darnos después
la medida del desastre de la vida cubana. Tan sólo de pensar que ese
mequetrefe tenía el mismo puesto que alguna vez ocuparan notables como
Orestes Ferrara, Cosme de la Torriente, Juan J. Remos y Jorge Mañach, por
mencionar algunos nombres, daba idea de las proporciones de nuestro naufragio
nacional. Y, sin embargo, en comparación con Pérez Roque, Robaina
podría parecernos hoy un caballero.
Es decir, casi como una acción simbólica, en el momento en que
Fidel Castro se desploma en una tarima --el escenario donde ha ejercido su poder
más visible por más de 40 años-- emerge una patética
y gesticulante figurita que encarna los "valores'' de la sucesión.
No me refiero tanto a la sucesión real en el mando político,
cuanto a los rasgos con que el castrismo deformó nuestro carácter
nacional, al demonizar nuestro pasado y magnificar nuestros peores ingredientes
(el brutal encuentro del barracón con la bodega) que bien pueden
constituir el talante más visible del cubano por un extenso porvenir. Si
Felipe Pérez Roque representa el nuevo homo cubensis, el fin de lo que
alguna vez fuera nuestro proyecto nacional puede certificarse.
En base a este artículo habrá quien me acuse de elitista, y de
pesimista respecto al futuro de Cuba, y tendría razón. Soy ambas
cosas. La nación cubana, para repetirlo en mis propias palabras, fue
engendrada por una elite "que quiso incluir en un sueño ateniense
los tambores del Dahomey y el Madrid cómico'', ideal que, con todos sus
defectos, perduró hasta la llegada del castrismo que se empeñó
en su sistemática destrucción. Esa maligna labor es su triunfo y
su herencia. Pérez Roque es una buena muestra.
© Echerri 2001 / El Nuevo Herald
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