CUBANET .INDEPENDIENTE

25 de enero, 2002


Memorias de la Plaza (III)

Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro

LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Las dos temporadas altas de los libreros de la Plaza de Armas coincidían con las temporadas altas del turismo. En verano venían muchos suramericanos a buscar el calorcito caribeño. Para éstos había que reservar libros baratos. Eran gentes de las minas y los pueblos pesqueros que, según ellos, veían a conocer el futuro de sus ideales. Era la hora de vender las obras completas de Lenin, El Capital de Carlos Marx y Los Fundamentos del Socialismo en Cuba de Blas Roca. Sólo algún que otro argentino traía abundante guita para libros más encamisados.

El invierno, la otra temporada alta, era el momento feliz. Acudían españoles billetudos, franceses cultos, italianos manirrotos, alemanes inteligentes, canadienses estudiosos; investigadores, catedráticos, científicos. Podía uno desplegar las arcas de la verdadera cultura; se vendían entonces los grandes libros: las obras completas de Martí, las investigaciones de Don Fernando Ortiz, las obras de Moreno Fraginals, de Leví Marrero; las colecciones de la Revista Orígenes y Espuela de Plata y Nadie Parecía y Avances y Ciclón. Se podía entonces discutir sobre lingüística y semiótica, sobre filosofía e historia; pedían la botánica del padre Alayo y los libros del Padre Varela; no regateaban el precio por una primera edición de Unamuno.

Mas no se crea que todo era dicha en esta etapa. En diciembre y enero la Plaza de Armas es un freezer con banco de mármol, y uno tenía que ser un pingüino corajudo para soportar diez o doce horas de trabajo. Cuando descubríamos un turista mirón que realmente no tenía el menor interés por comprar, algunos se encolerizaban y apenas si respondían a sus preguntas, con cierto evidente malhumor. Yo lo tomaba por las buenas, me daba por hacerles chistes, y esa técnica me dio, en ocasiones, buenos resultados. Les empujaba un libro, a veces, contra su voluntad. La risa siempre ha abierto muchos caminos, y hasta piernas. Aquel día chiflaba el mono y un hombrón como de dos metros y pico, casi trescientas libras y pasos acompasados y lentos llevaba más de una hora de ventorrillo en ventorrillo sin decidirse a comprar ni una guía turística. Me cansé de verlo. "A este le vendo yo aunque sea la Carta de Derechos Humanos", le dije a mi compañero. "Ese no compra nada", me respondió. "Ya verás", afirmé convencido.

Lo dejé llegar a mi puesto. Lo saludé apenas se detuvo frente a mis libros. "Buenas tardes", le dije. "Buenas tardes", me dijo en perfecto español aunque se notaba que no era su idioma materno. "Oiga", llamé su atención. "Sí", me atendió. Yo soy un hombre de apenas 1,65 metros de estatura, y si acaso 60 kilos de peso. Junto a aquel protomacho parecía un lagartijo trepando por una cepa de plátanos.

"Mire, hace un rato le aseguré a mi compañero que al primer turista comemierda que se parara en nuestro puesto le iba a vender tres o cuatro libros". El hombre miró hacia abajo como buscando la voz que intentaba hablarle. Le vi los dientes blanquísimos en una franca sonrisa de niño. "¿Y ese comemierda soy yo?" reía el gigantón. "Bueno, me caes bien, veamos qué te compro". "Si lo desea, puedo sugerirle algo". "No, gracias. Primero me agredes y ahora quieres robarme. ¿Tienes algo de ciencia ficción cubana?"

Ñoooo, me la puso en China. Jodedor el Goliat. Me atrapó sin reservas. Jamás pensé que a alguien le interesara la ciencia ficción cubana. Pensé en Angel Arango, en Oscar Hurtado, en Daína Chaviano, pero ni la sombra de ellos en mis estantes. Y ahí es donde un verdadero vendedor tiene que crecerse, donde un librero tiene que sacar de donde no hay.

Fue como un corrientazo, un fusilazo de lucidez, de ingeniosidad. Me dirigí con calma hasta una caja donde guardaba los libros para lectores aguerridos. "¡Como no, aquí está!" Y le alargué el libro del Capitán Antonio Núñez Jiménez En Marcha con Fidel. El hombre apenas leyó el título de desternilló de risa. Era una risa incontenible, convulsiva, que lo enrojecía, que lo ahogaba. Me miró con los ojos inundados de lágrimas, y con voz entrecortada me aseguró: "Oye, tío, con esos métodos le vendes al que inventó el comercio". Sin preguntarme el precio me alargó diez dólares y se marchó riéndose mientras hojeaba el libro.


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