Memorias de
la Plaza (III)
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, enero (www.cubanet.org) - Las dos temporadas altas de los
libreros de la Plaza de Armas coincidían con las temporadas altas del
turismo. En verano venían muchos suramericanos a buscar el calorcito
caribeño. Para éstos había que reservar libros baratos.
Eran gentes de las minas y los pueblos pesqueros que, según ellos, veían
a conocer el futuro de sus ideales. Era la hora de vender las obras completas de
Lenin, El Capital de Carlos Marx y Los Fundamentos del Socialismo en Cuba de
Blas Roca. Sólo algún que otro argentino traía abundante
guita para libros más encamisados.
El invierno, la otra temporada alta, era el momento feliz. Acudían
españoles billetudos, franceses cultos, italianos manirrotos, alemanes
inteligentes, canadienses estudiosos; investigadores, catedráticos, científicos.
Podía uno desplegar las arcas de la verdadera cultura; se vendían
entonces los grandes libros: las obras completas de Martí, las
investigaciones de Don Fernando Ortiz, las obras de Moreno Fraginals, de Leví
Marrero; las colecciones de la Revista Orígenes y Espuela de Plata y
Nadie Parecía y Avances y Ciclón. Se podía entonces
discutir sobre lingüística y semiótica, sobre filosofía
e historia; pedían la botánica del padre Alayo y los libros del
Padre Varela; no regateaban el precio por una primera edición de Unamuno.
Mas no se crea que todo era dicha en esta etapa. En diciembre y enero la
Plaza de Armas es un freezer con banco de mármol, y uno tenía que
ser un pingüino corajudo para soportar diez o doce horas de trabajo. Cuando
descubríamos un turista mirón que realmente no tenía el
menor interés por comprar, algunos se encolerizaban y apenas si respondían
a sus preguntas, con cierto evidente malhumor. Yo lo tomaba por las buenas, me
daba por hacerles chistes, y esa técnica me dio, en ocasiones, buenos
resultados. Les empujaba un libro, a veces, contra su voluntad. La risa siempre
ha abierto muchos caminos, y hasta piernas. Aquel día chiflaba el mono y
un hombrón como de dos metros y pico, casi trescientas libras y pasos
acompasados y lentos llevaba más de una hora de ventorrillo en
ventorrillo sin decidirse a comprar ni una guía turística. Me cansé
de verlo. "A este le vendo yo aunque sea la Carta de Derechos Humanos",
le dije a mi compañero. "Ese no compra nada", me respondió.
"Ya verás", afirmé convencido.
Lo dejé llegar a mi puesto. Lo saludé apenas se detuvo frente
a mis libros. "Buenas tardes", le dije. "Buenas tardes", me
dijo en perfecto español aunque se notaba que no era su idioma materno. "Oiga",
llamé su atención. "Sí", me atendió. Yo
soy un hombre de apenas 1,65 metros de estatura, y si acaso 60 kilos de peso.
Junto a aquel protomacho parecía un lagartijo trepando por una cepa de plátanos.
"Mire, hace un rato le aseguré a mi compañero que al
primer turista comemierda que se parara en nuestro puesto le iba a vender tres o
cuatro libros". El hombre miró hacia abajo como buscando la voz que
intentaba hablarle. Le vi los dientes blanquísimos en una franca sonrisa
de niño. "¿Y ese comemierda soy yo?" reía el gigantón.
"Bueno, me caes bien, veamos qué te compro". "Si lo desea,
puedo sugerirle algo". "No, gracias. Primero me agredes y ahora
quieres robarme. ¿Tienes algo de ciencia ficción cubana?"
Ñoooo, me la puso en China. Jodedor el Goliat. Me atrapó sin
reservas. Jamás pensé que a alguien le interesara la ciencia ficción
cubana. Pensé en Angel Arango, en Oscar Hurtado, en Daína
Chaviano, pero ni la sombra de ellos en mis estantes. Y ahí es donde un
verdadero vendedor tiene que crecerse, donde un librero tiene que sacar de donde
no hay.
Fue como un corrientazo, un fusilazo de lucidez, de ingeniosidad. Me dirigí
con calma hasta una caja donde guardaba los libros para lectores aguerridos. "¡Como
no, aquí está!" Y le alargué el libro del Capitán
Antonio Núñez Jiménez En Marcha con Fidel. El hombre apenas
leyó el título de desternilló de risa. Era una risa
incontenible, convulsiva, que lo enrojecía, que lo ahogaba. Me miró
con los ojos inundados de lágrimas, y con voz entrecortada me aseguró:
"Oye, tío, con esos métodos le vendes al que inventó
el comercio". Sin preguntarme el precio me alargó diez dólares
y se marchó riéndose mientras hojeaba el libro.
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