CUBANET .INDEPENDIENTE

20 de marzo, 2002


No te conozco, querida

Ramón Díaz-Marzo

LA HABANA VIEJA, marzo / www.cubanet.org - Anoche me senté en la plazoleta de Don Francisco de Albear, arquitecto español que construyó el primer sistema de distribución del agua en la Habana Vieja. La plazoleta se encuentra a un costado del restaurante "El Floridita". Es un lugar oscuro, iluminado por las luces de locales que la rodean. En la semipenumbra, sentado en los bordes de dientes de perro que conforman sus canteros, observaba el ir y venir de los compatriotas dedicados al jineterismo.

De repente una mujer hermosa se sentó a mi lado como una novia que encuentra a su novio.

- Perdone que me siente tan cerca de usted -dijo la jinetera. Ellos no se atreverán a molestarme estando a su lado.

- Ellos... ¿quiénes son ellos?

- La policía.

- Si vienen a preguntarme si te conozco diré que no -le dije acordándome de un viejo incidente.

Terminando de decir esto un policía se acerco y le pidió a la muchacha su identificación. Ella se incorporó y le entregó al policía un viejo carnet de identidad en forma de libro.

Mientras el guardia revisaba el carnet, la invitó a seguirlo. Ambos caminaron hasta una esquina del parquecito, donde los aguardaba un patrullero con más muchachas en el interior del vehículo rodeado de policías.

¿Qué habría ocurrido si yo le hubiera dicho al policía que la joven venía conmigo? Remontémonos a los años 80 del siglo pasado. Escuchen esta anécdota personal.

En los años 80 yo me ganaba la vida en la playa de muy diversas maneras. Antes de descubrir el arte de la fotografía, fui vendedor de caramelos. Un día terminé temprano la venta y estuve bañándome en la playa. A la caída de la tarde ya había salido del agua y me encontraba vestido, con una bola de pesos en el bolsillo. Me sentí lo suficientemente hambriento como para pagarme una buena cena en un lujoso restaurante a pocos metros del mar. Pero antes quise contemplar la caída de la tarde desde una acera culebreante que todos los habaneros conocen y está construida a pocos metros del mar.

Dos muchachas se me acercaron y me dijeron que les hiciera la "pala". En Cuba la palabra "pala" viene a ser algo parecido al cavalier francés. Me explicaron que tenían un asunto de amor con un extranjero. Les respondí que no había problemas, que mis planes se reducían a cenar en el lujoso restaurante.

A los pocos minutos, un señor entrado en años se detuvo a contemplar el mar. Las muchachas permanecían junto a mí, y el extranjero, lentamente, se fue acercando. No sé por qué aquella escena parecía una película de espionaje o tráfico de drogas.

Cuando el extranjero estuvo junto a las muchachas comenzó a chapurrear su inglés. Yo no entendía nada, pero las muchachas me dijeron que el extranjero nos invitaba a cenar.

Dije que aceptaría la invitación a condición de que le explicaran al extranjero que yo no las conocía. Las alegres muchachas sonrieron y me dijeron que no me preocupara.

Sentados ya en una de las mesas del lujoso restaurante el extranjero de vez en cuando me sostenía la mirada y me decía algo en su inglés chapurreado. Evidentemente se trataba de un europeo.

Yo tenía esa noche buen apetito y mientras devoraba unos sabrosos mariscos movía mi cabeza en señal de aprobación. Pero era más el tiempo que el extranjero hablaba con las muchachas, y a mí me pareció una excelente idea, con tal de que me dejaran comer.

Una vez terminada la cena consulté mi reloj. En mis planes ya tenía que estar en La Habana. Comuniqué a las muchachas mi intención de marcharme. Ella quisieron retenerme. Yo insistí en que debía marcharme.

El extranjero les habló a las muchachas señalándome a mí, y puso una cara que no me gustó. Presintiendo que había metido la pata llamé al camarero y le dije que sacara la cuenta de mi consumo personal. Delante del extranjero y las muchachas y el camarero deposité sobre la mesa el importe de mi cuenta.

Recuerdo la palidez de las muchachas mientras yo hacía los preparativos para marcharme.

Cuando salí del restaurante me dirigí hasta la parada de ómnibus. Entonces vi con horror que las muchachas, sin el extranjero, también venían tras de mí.

Llegaron junto a mí sin decirme nada, pero se apretujaron a mi lado como si de mí dependiera su salvación.

Inesperadamente un auto Lada dio un frenazo ante la parada. Dos individuos vestidos de civil se apearon del coche y tomaron por los brazos a las muchachas y las obligaron a entrar al auto delante de todas las personas que permanecían en la parada. Cuando aquel coche se alejaba del lugar otro auto frenó, y desde su interior otros dos individuos se bajaron y llegando ante mí me mostraron un carnet que en la oscuridad no pude ver, y me conminaron a que los acompañara.

Dentro del auto los policías me estuvieron preguntando si conocía a las muchachas. Y mientras iba yo con aquellos sujetos dando vueltas por toda la zona playera de Santa María, a todo cuanto me preguntaban tenía inevitablemente que decirles que no sabía de qué me estaban hablando. Finalmente el auto se dirigió hasta la Unidad de la Policía de Guanabo, y allí me dejaron detenido.

A las 12 de la noche le pregunté al oficial de guardia de qué se me acusaba. El oficial de guardia me dijo que sobre mi caso nada sabía. Los que me habían traído sólo le habían dicho que me mantuviera dentro del cuartel hasta nueva orden.

Una de las señales que me permitió comprender que mi caso no era tan grave fue el hecho de que los tipos del Lada me habían devuelto mis documentos de identificación, y no me habían registrado, y el bolón de pesos que me había ganado vendiendo caramelos permanecía en mi bolsillo. Entonces yo mismo le dije al oficial de guardia que me introdujera en uno de los calabozos para dormir, aunque la cama fuera de cemento. El oficial de guardia hizo lo que le pedí. Pero no calculé que los calabozos de Guanabo tuvieran unas aberturas practicadas en la pared por donde penetraba el frío viento del norte. De manera que a la hora de estar intentando dormir sobre una cama de cemento me incorporé y comencé a gritarle al oficial de guardia que me sacara de allí. Pero mi voz no llegaba hasta él, o se hizo el sordo. Así que las horas que faltaban para el amanecer tuve que sufrirlas con un frío que no me permitió dormir en toda la noche.

Sin embargo, en algún momento me quedé dormido, y fui despertado a las 9 de la mañana por otro oficial de guardia que abrió la reja y me comunicó que estaba en libertad.

Ahora mis lectores de Internet comprenderán por qué anoche, cuando la muchacha llegó y se sentó a mi lado buscando protección de la policía lo primero que hice fue decirle que si me preguntaban por ella tendría que decir la verdad: "No te conozco, querida".


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