PRENSA INDEPENDIENTE
Abril 1, 2004

SOCIEDAD
El viejo del kiosko

Oscar Mario González, Grupo Decoro

LA HABANA, abril (www.cubanet.org) - Tal vez fuera por las mil arrugas que surcaban su cara o porque el nombre de Hebenegildo es largo y difícil de pronunciar, pero lo cierto es que todos le decíamos "el viejo".

Con 80 pesos de pensión y según él muy mala cabeza para los negocios, había ensayado con la venta de chambelonas que compraba a 50 centavos y vendía a peso. Así fue librando, hasta que un día cambiaron a la directora de la secundaria básica. La nueva docente fue categórica: "No puedes vender más chambelonas aquí porque si un muchacho se envenena o intoxica voy a la cárcel de cabeza".

El viejo se desvivía en explicaciones, tratando de persuadir a la mujer. Todo fue en vano. Ella tenía pensado favorecer con el monopolio de la clientela juvenil a un amigo cuentapropista que poseía un "timbiriche" a mediación de cuadra.

Después probó con el merenguito de a peso que le reportaba igual ganancia por unidad que la chambelona. Pero un mal día se le cayó el negocio porque al administrador (un ex deportista exitoso), lo cogieron cuando se trataba de ir en una balsa para Florida. Lo devolvieron por Mariel los guardafronteras americanos, y estuvo varios días en revoltijos y cuchicheos con la policía, al cabo de los cuales cambió radicalmente. Parpadeaba constantemente, no hablaba con nadie y lo que es más triste, jamás volvió a hacer un merenguito.

Pero como quien no se da por vencido así como así, "el viejo" puso un negocio de maní tostado que él mismo elaboraba, a pesar de que nunca en la vida se había acercado a la cocina ni para freír un huevo. Compraba el maní en el agromercado, el papel a través de un oficinista del tribunal provincial, y una libra de harina para el pegamento que resolvió con el panadero del barrio.

Vendía en la parada del camello M7 que va para el Cotorro. En el mismo parque de la Fraternidad. Siempre andaba con 4 ó 5 cucuruchos en la mano y la mochila llena que colocaba en un asiento del parque, de modo que el inspector o el policía no se percataran de la envergadura del negocio, y en el mejor de los casos podría "embarajar" a ambos negando su condición de vendedor furtivo.

Pero todo fue en vano cuando aquel policía manzanillero desbarató uno por uno todos sus pretextos y argumentaciones. Al principio sólo le exigió la entrega del producto y del dinero que llevaba encima, pero como "el viejo" no transigió, fueron a la estación de policía y allí perdió cucuruchos, mochila y dinero, y se ganó una multa de 500 pesos.

Un día la suerte lo alumbró. A él, que se consideraba a sí mismo como fatal y abandonado por la dicha.

Su compadre y amigo de la juventud, que ocupaba un cargo de mediana importancia en la compañía ETECSA, le resolvió un empleo como dependiente en un kiosko de periódicos y revistas.

El sueldo no era casi nada, pero siempre se agregarían 100 pesos a sus 80 de pensión. El periódico asignado siempre se incrementaba con algunos que él compraba al suministrador y luego vendía a un revendedor. En el último caso ganaba 30 centavos por cada periódico, lo cual le representaba 15 ó 20 pesos diarios.

Así estuvo "tirando" algunos meses hasta que un día le llegó la buena. Fue cuando el gobierno decidió instalar teléfonos públicos. La telefonía pública entonces -y también ahora- era deficiente y escasa. Los teléfonos que estaban instalados no funcionaban debido al maltrato y a un lento servicio de reparaciones.

El teléfono del kiosko se convertía así en una opción para la ciudadanía, a la vez que descongestionaba en algo la atención sobre los teléfonos de pared destinados al servicio de la población.

La llamada, como de costumbre, costaba cinco centavos si era local, y de acuerdo a la tarifa establecida si eran extra locales. El que medía el tiempo, calculaba y fijaba el precio era el "kioskero". Por supuesto que él tenía reglas aritméticas propias con un amplio margen de error e inexactitud que siempre obraba a su favor.

La propina era constante, sonante y a veces muy generosa. Imaginémonos al joven enamorado recibiendo un sí telefónico. O al hermano que se entera por el otro hermano que el tío llegará de Miami con la maleta y los bolsillos verdecidos de dólares.

Esta fue su mejor etapa, si es que en el infierno marxista hay buenas etapas.

Por eso, cuando hace año y medio la ETECSA decidió que los teléfonos de los kioskos funcionarían a base de tarjetas, al viejo se le vino el mundo encima. Fue como si la tierra se abriera para tragárselo. Como si lo hubiera partido un rayo.

Hoy se le ve triste, inexpresivo e indiferente para con todos. Ya su mirada no vuela sigilosa para posarse sobre las caderas de las muchachas que pasan por la acera. Está convencido de que nació con mala suerte, para vivir en la tristeza y en la "salación".



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