SOCIEDAD
El viejo del kiosko
Oscar Mario González,
Grupo Decoro
LA HABANA, abril (www.cubanet.org) - Tal vez
fuera por las mil arrugas que surcaban su cara
o porque el nombre de Hebenegildo es largo y difícil
de pronunciar, pero lo cierto es que todos le
decíamos "el viejo".
Con 80 pesos de pensión y según
él muy mala cabeza para los negocios, había
ensayado con la venta de chambelonas que compraba
a 50 centavos y vendía a peso. Así
fue librando, hasta que un día cambiaron
a la directora de la secundaria básica.
La nueva docente fue categórica: "No
puedes vender más chambelonas aquí
porque si un muchacho se envenena o intoxica voy
a la cárcel de cabeza".
El viejo se desvivía en explicaciones,
tratando de persuadir a la mujer. Todo fue en
vano. Ella tenía pensado favorecer con
el monopolio de la clientela juvenil a un amigo
cuentapropista que poseía un "timbiriche"
a mediación de cuadra.
Después probó con el merenguito
de a peso que le reportaba igual ganancia por
unidad que la chambelona. Pero un mal día
se le cayó el negocio porque al administrador
(un ex deportista exitoso), lo cogieron cuando
se trataba de ir en una balsa para Florida. Lo
devolvieron por Mariel los guardafronteras americanos,
y estuvo varios días en revoltijos y cuchicheos
con la policía, al cabo de los cuales cambió
radicalmente. Parpadeaba constantemente, no hablaba
con nadie y lo que es más triste, jamás
volvió a hacer un merenguito.
Pero como quien no se da por vencido así
como así, "el viejo" puso un
negocio de maní tostado que él mismo
elaboraba, a pesar de que nunca en la vida se
había acercado a la cocina ni para freír
un huevo. Compraba el maní en el agromercado,
el papel a través de un oficinista del
tribunal provincial, y una libra de harina para
el pegamento que resolvió con el panadero
del barrio.
Vendía en la parada del camello M7 que
va para el Cotorro. En el mismo parque de la Fraternidad.
Siempre andaba con 4 ó 5 cucuruchos en
la mano y la mochila llena que colocaba en un
asiento del parque, de modo que el inspector o
el policía no se percataran de la envergadura
del negocio, y en el mejor de los casos podría
"embarajar" a ambos negando su condición
de vendedor furtivo.
Pero todo fue en vano cuando aquel policía
manzanillero desbarató uno por uno todos
sus pretextos y argumentaciones. Al principio
sólo le exigió la entrega del producto
y del dinero que llevaba encima, pero como "el
viejo" no transigió, fueron a la estación
de policía y allí perdió
cucuruchos, mochila y dinero, y se ganó
una multa de 500 pesos.
Un día la suerte lo alumbró. A
él, que se consideraba a sí mismo
como fatal y abandonado por la dicha.
Su compadre y amigo de la juventud, que ocupaba
un cargo de mediana importancia en la compañía
ETECSA, le resolvió un empleo como dependiente
en un kiosko de periódicos y revistas.
El sueldo no era casi nada, pero siempre se agregarían
100 pesos a sus 80 de pensión. El periódico
asignado siempre se incrementaba con algunos que
él compraba al suministrador y luego vendía
a un revendedor. En el último caso ganaba
30 centavos por cada periódico, lo cual
le representaba 15 ó 20 pesos diarios.
Así estuvo "tirando" algunos
meses hasta que un día le llegó
la buena. Fue cuando el gobierno decidió
instalar teléfonos públicos. La
telefonía pública entonces -y también
ahora- era deficiente y escasa. Los teléfonos
que estaban instalados no funcionaban debido al
maltrato y a un lento servicio de reparaciones.
El teléfono del kiosko se convertía
así en una opción para la ciudadanía,
a la vez que descongestionaba en algo la atención
sobre los teléfonos de pared destinados
al servicio de la población.
La llamada, como de costumbre, costaba cinco
centavos si era local, y de acuerdo a la tarifa
establecida si eran extra locales. El que medía
el tiempo, calculaba y fijaba el precio era el
"kioskero". Por supuesto que él
tenía reglas aritméticas propias
con un amplio margen de error e inexactitud que
siempre obraba a su favor.
La propina era constante, sonante y a veces muy
generosa. Imaginémonos al joven enamorado
recibiendo un sí telefónico. O al
hermano que se entera por el otro hermano que
el tío llegará de Miami con la maleta
y los bolsillos verdecidos de dólares.
Esta fue su mejor etapa, si es que en el infierno
marxista hay buenas etapas.
Por eso, cuando hace año y medio la ETECSA
decidió que los teléfonos de los
kioskos funcionarían a base de tarjetas,
al viejo se le vino el mundo encima. Fue como
si la tierra se abriera para tragárselo.
Como si lo hubiera partido un rayo.
Hoy se le ve triste, inexpresivo e indiferente
para con todos. Ya su mirada no vuela sigilosa
para posarse sobre las caderas de las muchachas
que pasan por la acera. Está convencido
de que nació con mala suerte, para vivir
en la tristeza y en la "salación".
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