La
enseñanza de un año infame
Rafael Rojas. El
Nuevo Herald, 15 de enero de 2004.
El año pasado arrancó con los
mejores augurios para el despegue de una oposición
soberana y democrática en Cuba. Oswaldo
Payá recibió el premio Sajarov en
Estrasburgo y realizó una exitosa gira
por Europa, Estados Unidos y México en
la que reiteró los principales argumentos
de la disidencia interna: cambio pacífico,
pactado y desde dentro, reconciliación
nacional, desamericanización del problema
cubano...
El aparatoso plebiscito que montó el gobierno
de Fidel Castro, en el verano de 2002, para reiterar
constitucionalmente el carácter irrevocable
del régimen, no logró detener el
ascenso de la popularidad interna y externa del
Proyecto Varela. Era necesaria, pues, una medida
más enérgica: abandonar el precario
juego constitucional abierto por la oposición
y reprimir. Los encarcelamientos de la primavera
de 2003 se propusieron eso: borrar físicamente
a la oposición doméstica del campo
político que a duras penas intenta abrirse
dentro y fuera de la isla.
Con la parte operativa del movimiento opositor
en la cárcel y una sostenida campaña
internacional de difamación contra los
tres principales líderes que quedaron en
libertad (Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez
y Vladimiro Roca) el gobierno cubano buscaba que
la iniciativa opositora se desplazara de dentro
hacia fuera, de las posiciones moderadas de la
disidencia y la diáspora a las demandas
extremas de la zona más intransigente del
exilio y la clase política cubanoamericana.
El 20 de mayo pareció que el juego de
Fidel Castro no tendría éxito. El
10 de octubre, sin embargo, el gobierno de Estados
Unidos cayó una vez más en la trampa.
Las medidas de restricción de viajes e
intercambios anunciadas por el presidente Bush,
y la Comisión para una Cuba Libre, encabezada
nada menos que por el canciller de Estados Unidos,
precisamente por tratarse de meros guiños
electorales a sectores inconformes de la política
cubanoamericana han caído como alimentos
simbólicos en el insaciable apetito de
legitimación del poder cubano.
La principal enseñanza que deja este año
infame, de invasión a Irak y represión
en Cuba, es que el gobierno de Fidel Castro se
siente más cómodo lidiando con ese
exilio que con la disidencia interna. El Proyecto
Varela cuestionó fuertemente al gobierno
cubano, dentro y fuera de la isla, porque plasmó
un deseo ciudadano de transformar el régimen
desde sus propias instituciones. La Comisión
para una Cuba Libre, en cambio, favorece simbólicamente
al gobierno cubano, ya que le permite presentar
a la oposición como lo que no le conviene
ser: una marioneta de Washington.
En el fondo, ambos proyectos reflejan la --hasta
ahora no resuelta-- contradicción entre
oposición cubana y lobby cubanoamericano,
entre disidencia y exilio. Mientras la primera
busca comunicación con la ciudadanía
de la isla y respaldo diplomático multilateral,
el segundo busca representación en Washington
y, en buena medida, se opone a la diplomacia persuasiva
que intentan impulsar Europa y América
Latina y que resulta indispensable para alcanzar
un consenso internacional sobre derechos humanos
en Cuba.
El problema, claro está, es que la democracia
cubana deberá producirse en la isla, con
una población todavía paralizada
entre dos miedos --el miedo inducido a Miami y
el miedo inconfeso a Castro-- y que sólo
responderá al llamado de líderes
autónomos y legítimos, cuyo lenguaje
y mentalidad le resulten familiares y confiables.
La eficacia que han demostrado las élites
cubanoamericanas para consolidar económica
y políticamente la ciudad de Miami es,
de algún modo, el reverso de la ineficacia
que demuestran a la hora de promover iniciativas
en Washington que realmente favorezcan a la oposición
y la democracia cubanas.
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