Un viejo mira a un joven
Agustín Tamargo. El
Nuevo Herald, 25 de julio de 2004.
El sangriento y larguísimo episodio del
régimen totalitario de Cuba (yo no lo llamo
revolución, desde luego, ni fidelismo,
ni castrismo, nada de eso. Es simplemente una
tiranía totalitaria, calcada de las de
Hitler y de Stalin), ese trágico desgarramiento
que se produjo en un país que no se lo
merecía, parece que está llegando
a su fin. No porque haya cometido ya todos los
crímenes, los encarcelamientos, los robos,
las persecuciones y cuanto de malo se pueda conocer.
Esa cuota ya la cumplió y se pasó.
Está llegando a su fin porque desapareció
el imperio soviético, del que era satélite,
y porque los sectores del mundo capitalista que
han estado negociando con La Habana y que mantienen
aún lazos con aquel sistema y lo tienen
a flote, aunque sea renqueando, también
han comenzado a alejarse de él. ¿Por
qué? Porque saben que en Cuba no hay futuro,
que los horizontes de algún cambio como
los que se produjeron en Rusia y la Europa oriental
no se sugieren siquiera por ninguna parte y porque
las masas, que ese sistema aborregó durante
décadas, han perdido toda esperanza de
que la vida se les haga un poco más llevable
bajo la tiranía y ven que es todo lo contrario:
que esa tiranía es cada vez más
cruel y más inflexible.
En fin: que se cierra el ciclo. Que lo que la
tiranía hizo, hecho está, pero que
es poco más, en un sentido o en otro, lo
que puede hacer. Que lo que procede ahora es un
cambio, radical o moderado, como se pueda, pero
un cambio. Y que ese cambio no lo pueden iniciar
ni mucho menos realizar los principales actores
del actual desastre.
Pero hoy no voy a hablar de esto, de que hablo
casi todos los días. Voy a hablar de otra
cosa. Voy a hablar de la forma en que las nuevas
generaciones de cubanos, estén en la isla
o en el destierro, empezaran a ver esta realidad:
que la Cuba de mañana se les viene encima
y que tienen que lidiar con ella. ¿De dónde
sacarán las experiencias para esa magna
tarea?, pregunto yo. ¿De qué manera
exterminaran dentro de sí las decepciones
sobre la Cuba precastrista que el régimen
les sembró? ¿Se darán cuenta,
como me doy yo, de que el ejemplo de las rectificaciones,
la salida del hoyo, no hay que buscarla fuera
sino dentro de la propia Cuba? No ha habido en
la historia de nuestro país crisis histórica
alguna como la actual, pero las hubo parecidas,
y los cubanos de entonces, guiados por los más
inteligentes, la sacaron de ella. ¿No habrá
cubanos como esos mañana? ¿No comenzarán
los jóvenes a mirar la historia de su país
propio en serio y buscarán y hallarán
allí guías y lecciones para el cambio?
Yo creo que sí. Y a propósito de
esto quiero decirles a mis lectores que busquen
El Herald en español, y lean lo que escribió
allí el pasado viernes sobre Fulgencio
Batista, Rafael Rojas. Rojas vive en México,
es muy joven, es hijo y hermano de comunistas,
fue comunista, es un anticomunista no muy fuerte,
pero Rojas sabe leer, sabe escribir y sabe pensar.
Lo que dice, por ejemplo, de Batista, es memorable,
tiene serenidades y aciertos en los juicios en
los que hay que meditar. ¿Por qué?
Porque viene de una generación que no conoció
a Batista, pero viene de una cabeza lúcida
que sabe que lo malo no hay a veces que enterrarlo,
sino sacar de él lo que objetivamente hablando
tenga de bueno. Rojas no reivindica a Batista,
lo define. Pero lo define con serenidad y con
inteligencia. No lo exonera, no puede. Pero lo
ve de otra manera a como se lo han descrito los
castristas. Eso revela no sólo inteligencia,
sino agudeza ante la historia. Yo fui lo que Rojas
no pudo ser por su edad: antibatistiano. Pero
leí su trabajo con gusto, no por Batista,
sino por él, por Rojas, que a esta distancia
es capaz de mirar las cosas como son, como fueron,
no con la venda en los ojos que les puso Fidel
Castro por cerca de medio siglo a él y
a millones de cubanos.
El tema es apasionante. Para mí, es vital.
Creo que más allá de todos los planes,
proyectos y teorías para acabar de abatir
la tiranía de Castro, queda una cosa esencial,
algo que no está acaso en la superficie,
sino en lo hondo y que por eso muchos no lo pueden
o no lo quieren ver. Y es esto: la forma en que
la ciudadanía de hoy, mutilada, limitada,
amordazada, silenciada, podría convertirse
mañana en una ciudadanía alerta.
La manera en que hombres y mujeres frustrados
por el engaño de un sistema al que se les
definio románticamente como revolucionario
se han convertido en escépticos, que no
creen en esos comunistas, pero tampoco mucho en
los que los van a sustituir.
Yo creo que lo que más conviene es mirar
la historia, la de Cuba, no la del mundo. Esa
historia de cubanos enseña esto: entre
las dos revoluciones libertadoras del siglo XIX,
la del 68 y la del 95, se produjo en Cuba un estallido
de bravura bélica y de conciencia política
que asombró al mundo. ¿Qué
tenia que salir de allí? Una república
modelo, con el ejemplo de Martí, Maceo,
Agramonte y los demás héroes muertos,
y la lección inmediata de los grandes supervivientes:
Juan Gualberto, Enrique José Varona, Manuel
Sanguily. No fue así. La república
tropezó, se amedrentó, se dejó
ganar por las medianías y tuvo aciertos,
pero no fue la república por la que habían
muerto Maceo y Martí. La que nos deja la
tiranía de Castro es peor que todo lo ocurrido
en Cuba antes, aun en la epoca de Weyler. Pero
sólo saldremos de eso si aprendemos una
lección modesta, de conciencia cívica
nacional, que nos haga ver esta realidad: que
esa mostruosidad no la hicieron los ingleses ni
los franceses, que la creamos, la alimentamos
y la mantuvimos nosotros los cubanos. Y que sólo
mirándonos a lo hondo de nuestras entrañas,
y sacando de ellas humildad, conciencia nacional
y sentido histórico trascendente lograremos
entrar en el camino que nos traza la historia.
Camino angosto, espinoso, pero recto, que nos
permita levantar de las cenizas en que nos dejan
los castristas la república que siempre
hemos soñado y que nunca hemos sabido crear:
radiante como una rosa, ardiente como un relámpago
de libertad.
Los fidelistas y comunistas, autores de esta
agonía de medio siglo, morirán,
o huirán, o desaparecerán en las
cárceles. Los cubanos que queden, no importa
dónde estuvieron hasta el día anterior,
si tienen el alma limpia, si saben pedirle perdón
a la patria, si son ciudadanos, si son hombres,
echarán el hombro en esa tarea que viene,
que es la peor de todas: la de hacer de un pueblo
de escépticos y descreídos una nación
optimista, pujante y creadora. De frente a todos
los desafíos y alzada gallardamente la
frente sobre la sangre de la venganza y el crespón
negro del odio.
Al comunismo lo barrerá de Cuba la historia,
como se barre la basura. Lo que nadie borrará,
ni aplastará nunca, es la voluntad de los
cubanos de ser libres y de mostrar ante el mundo
que los pueblos chicos se hacen naciones grandes
cuando saben sacar de sus entrañas coraje,
dignidad y poder cívico creador.
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