PRENSA INTERNACIONAL
Julio 26, 2004
 

Un viejo mira a un joven

Agustín Tamargo. El Nuevo Herald, 25 de julio de 2004.

El sangriento y larguísimo episodio del régimen totalitario de Cuba (yo no lo llamo revolución, desde luego, ni fidelismo, ni castrismo, nada de eso. Es simplemente una tiranía totalitaria, calcada de las de Hitler y de Stalin), ese trágico desgarramiento que se produjo en un país que no se lo merecía, parece que está llegando a su fin. No porque haya cometido ya todos los crímenes, los encarcelamientos, los robos, las persecuciones y cuanto de malo se pueda conocer. Esa cuota ya la cumplió y se pasó. Está llegando a su fin porque desapareció el imperio soviético, del que era satélite, y porque los sectores del mundo capitalista que han estado negociando con La Habana y que mantienen aún lazos con aquel sistema y lo tienen a flote, aunque sea renqueando, también han comenzado a alejarse de él. ¿Por qué? Porque saben que en Cuba no hay futuro, que los horizontes de algún cambio como los que se produjeron en Rusia y la Europa oriental no se sugieren siquiera por ninguna parte y porque las masas, que ese sistema aborregó durante décadas, han perdido toda esperanza de que la vida se les haga un poco más llevable bajo la tiranía y ven que es todo lo contrario: que esa tiranía es cada vez más cruel y más inflexible.

En fin: que se cierra el ciclo. Que lo que la tiranía hizo, hecho está, pero que es poco más, en un sentido o en otro, lo que puede hacer. Que lo que procede ahora es un cambio, radical o moderado, como se pueda, pero un cambio. Y que ese cambio no lo pueden iniciar ni mucho menos realizar los principales actores del actual desastre.

Pero hoy no voy a hablar de esto, de que hablo casi todos los días. Voy a hablar de otra cosa. Voy a hablar de la forma en que las nuevas generaciones de cubanos, estén en la isla o en el destierro, empezaran a ver esta realidad: que la Cuba de mañana se les viene encima y que tienen que lidiar con ella. ¿De dónde sacarán las experiencias para esa magna tarea?, pregunto yo. ¿De qué manera exterminaran dentro de sí las decepciones sobre la Cuba precastrista que el régimen les sembró? ¿Se darán cuenta, como me doy yo, de que el ejemplo de las rectificaciones, la salida del hoyo, no hay que buscarla fuera sino dentro de la propia Cuba? No ha habido en la historia de nuestro país crisis histórica alguna como la actual, pero las hubo parecidas, y los cubanos de entonces, guiados por los más inteligentes, la sacaron de ella. ¿No habrá cubanos como esos mañana? ¿No comenzarán los jóvenes a mirar la historia de su país propio en serio y buscarán y hallarán allí guías y lecciones para el cambio?

Yo creo que sí. Y a propósito de esto quiero decirles a mis lectores que busquen El Herald en español, y lean lo que escribió allí el pasado viernes sobre Fulgencio Batista, Rafael Rojas. Rojas vive en México, es muy joven, es hijo y hermano de comunistas, fue comunista, es un anticomunista no muy fuerte, pero Rojas sabe leer, sabe escribir y sabe pensar. Lo que dice, por ejemplo, de Batista, es memorable, tiene serenidades y aciertos en los juicios en los que hay que meditar. ¿Por qué? Porque viene de una generación que no conoció a Batista, pero viene de una cabeza lúcida que sabe que lo malo no hay a veces que enterrarlo, sino sacar de él lo que objetivamente hablando tenga de bueno. Rojas no reivindica a Batista, lo define. Pero lo define con serenidad y con inteligencia. No lo exonera, no puede. Pero lo ve de otra manera a como se lo han descrito los castristas. Eso revela no sólo inteligencia, sino agudeza ante la historia. Yo fui lo que Rojas no pudo ser por su edad: antibatistiano. Pero leí su trabajo con gusto, no por Batista, sino por él, por Rojas, que a esta distancia es capaz de mirar las cosas como son, como fueron, no con la venda en los ojos que les puso Fidel Castro por cerca de medio siglo a él y a millones de cubanos.

El tema es apasionante. Para mí, es vital. Creo que más allá de todos los planes, proyectos y teorías para acabar de abatir la tiranía de Castro, queda una cosa esencial, algo que no está acaso en la superficie, sino en lo hondo y que por eso muchos no lo pueden o no lo quieren ver. Y es esto: la forma en que la ciudadanía de hoy, mutilada, limitada, amordazada, silenciada, podría convertirse mañana en una ciudadanía alerta. La manera en que hombres y mujeres frustrados por el engaño de un sistema al que se les definio románticamente como revolucionario se han convertido en escépticos, que no creen en esos comunistas, pero tampoco mucho en los que los van a sustituir.

Yo creo que lo que más conviene es mirar la historia, la de Cuba, no la del mundo. Esa historia de cubanos enseña esto: entre las dos revoluciones libertadoras del siglo XIX, la del 68 y la del 95, se produjo en Cuba un estallido de bravura bélica y de conciencia política que asombró al mundo. ¿Qué tenia que salir de allí? Una república modelo, con el ejemplo de Martí, Maceo, Agramonte y los demás héroes muertos, y la lección inmediata de los grandes supervivientes: Juan Gualberto, Enrique José Varona, Manuel Sanguily. No fue así. La república tropezó, se amedrentó, se dejó ganar por las medianías y tuvo aciertos, pero no fue la república por la que habían muerto Maceo y Martí. La que nos deja la tiranía de Castro es peor que todo lo ocurrido en Cuba antes, aun en la epoca de Weyler. Pero sólo saldremos de eso si aprendemos una lección modesta, de conciencia cívica nacional, que nos haga ver esta realidad: que esa mostruosidad no la hicieron los ingleses ni los franceses, que la creamos, la alimentamos y la mantuvimos nosotros los cubanos. Y que sólo mirándonos a lo hondo de nuestras entrañas, y sacando de ellas humildad, conciencia nacional y sentido histórico trascendente lograremos entrar en el camino que nos traza la historia. Camino angosto, espinoso, pero recto, que nos permita levantar de las cenizas en que nos dejan los castristas la república que siempre hemos soñado y que nunca hemos sabido crear: radiante como una rosa, ardiente como un relámpago de libertad.

Los fidelistas y comunistas, autores de esta agonía de medio siglo, morirán, o huirán, o desaparecerán en las cárceles. Los cubanos que queden, no importa dónde estuvieron hasta el día anterior, si tienen el alma limpia, si saben pedirle perdón a la patria, si son ciudadanos, si son hombres, echarán el hombro en esa tarea que viene, que es la peor de todas: la de hacer de un pueblo de escépticos y descreídos una nación optimista, pujante y creadora. De frente a todos los desafíos y alzada gallardamente la frente sobre la sangre de la venganza y el crespón negro del odio.

Al comunismo lo barrerá de Cuba la historia, como se barre la basura. Lo que nadie borrará, ni aplastará nunca, es la voluntad de los cubanos de ser libres y de mostrar ante el mundo que los pueblos chicos se hacen naciones grandes cuando saben sacar de sus entrañas coraje, dignidad y poder cívico creador.

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