El 'morir callado' del Apóstol
Carlos Ripoll. El
Nuevo Herald, 19 de mayo de 2004.
La muerte de Martí fue casual. No es posible
defender con fundamento la tesis del suicidio,
sustentada a veces por el gusto pueril de lo dramático
o por comodidad de la ignorancia. Es ése
otro de los infundios sobre su vida, como el del
alcoholismo, como el de la paternidad de María
Mantilla.
Martí había desembarcado con el
general Gómez y cuatro compañeros
el 11 de abril. Se sentía feliz por estar
en Cuba y por la guerra que empezaba. Desde Baracoa
le escribe a Carmita Miyares, en Nueva York: ''Llegué
al fin a mi plena naturaleza. Sólo la luz
es comparable a mi felicidad''. Llevaba, sin embargo,
la pena por su fracaso en el envío de armas
desde Fernandina y por las intrigas de algunos
revolucionarios; después, por la polémica
con el general Maceo en la Mejorana y por indelicadezas
de Gómez: cuando los insurrectos lo llamaban
presidente, los interrumpía para decirles:
''No me le digan presidente a Martí, díganle
general: él viene aquí como general;
Martí no será presidente mientras
yo esté vivo''. Así anota en su
Diario, días antes de morir: ''Escribo
poco y mal porque estoy pensando con zozobra y
amargura''. Iba pesaroso y triste, pero Martí
no era de los que se reducen ante las dificultades,
sino de los que ante ellas se crecen.
En su última carta le había escrito
a Manuel Mercado: ''Por aquí yo hago mi
deber. Seguimos camino, al centro de la isla,
a deponer yo, ante la revolución que he
hecho alzar''. Era la asamblea que luego se reuniría
en Jimaguayú para decidir el curso de la
guerra: otros querían el gobierno de una
junta de generales; él, la semilla de la
república. El 19 de mayo estaba con Gómez,
el general Masó y 300 insurrectos en un
campamento a las orillas del Cauto. La mañana
había sido de festejos por la reunión
de los tres jefes, y de discursos ante la tropa.
Dispuesto al mayor sacrificio, Martí terminó
su arenga con estas palabras: "Conste que
por Cuba estoy dispuesto a que me claven en la
cruz''.
A menos de dos kilómetros del lugar, en
Boca de Dos Ríos, se había parapetado
una columna española. Los cubanos almorzaban
cuando les llegó la noticia. Debió
Gómez averiguar la posición del
enemigo antes de atacarlo, pero, empujado por
los discursos de poco antes, ordenó enseguida:
''¡A caballo!''; y al general Masó:
''¡Siga con toda su gente detrás
de mí!''; y a Martí: ''¡Retírese
hacia atrás, que éste no es su puesto!''
Era imposible que Martí se quedara: montó
a caballo y le dijo a un soldado que pasaba junto
a él: ''¡Joven, vamos a la carga!''
Cruzaron el Contramaestre, pero se extraviaron
hasta dar frente a un pelotón enemigo oculto
en la maleza. Martí cayó con tres
balas en el cuerpo, y el caballo del compañero,
Angel de la Guardia, pero éste pudo retirarse
hasta encontrar a Gómez y decirle: ''Martí
ha quedado mal herido por allí''. Ni tiempo
tuvo para disparar el revólver. Trataron
de rescatarlo, pero ya los españoles se
retiraban con el cadáver.
Cayó como soldado en la guerra. Había
escrito al hablar del general Sheridan: ''¡Oh
Dios!, morir sin haber caído sobre los
tiranos con una buena carga de caballería''.
Martí no creía en el suicidio como
solución de un conflicto. De ningún
suicida habló con más lujo que del
poeta Manuel Acuña: había olvidado,
dijo, ''que una cobardía no es un derecho...
Se es responsable de las fuerzas que se nos confían:
el talento es un mártir y un apóstol...
¡Paz y perdón a aquel grande que
faltó tan temprano a su deber''. Años
después, en La edad de oro, repetía:
"Nadie debe morirse mientras pueda servir
para algo, y la vida es como todas las cosas,
que no debe deshacerlas sino el que puede volverlas
a hacer. Es como robar deshacer lo que no se puede
volver a hacer. El que se mata, es un ladrón''.
Entendía Martí que llevar una cruz
con valor es más ejemplar que hacerse morir
en ella. En 1892, en carta al presidente del Cuerpo
del Consejo de Jamaica, le había advertido:
''Todo debe sacrificarlo a Cuba un patriota sincero,
hasta la gloria de caer defendiéndola ante
el enemigo''. En su testamento político
le había dicho al dominicano Federico Henríquez
y Carvajal: "Yo alzaré el mundo. Pero
mi único deseo sería pegarme allí,
al último tronco, al último peleador:
morir callado''.
Sí, ''morir callado'', pero en el silencio
de la queja, de las lamentaciones, el silencio
del apóstol, por lo que añadió
enseguida: ''Para mí, ya es hora. Pero
aún puedo servir a este único corazón
de nuestras repúblicas. Las Antillas libres
salvarán la independencia de nuestra América,
y el honor ya dudoso y lastimado de la América
inglesa, y acaso acelerarán y fijarán
el equilibrio del mundo''. Su ''morir callado'',
en Dos Ríos, fue como el ''dolor callado''
de que hablaban sus versos, del que ''en la sombra''
espera hasta poder clavar, ''en pleno sol'', su
''acero'': entera la doctrina.
Ya no me quejo, no, como solía,
/ De mi dolor callado e infecundo: / Cumplo con
el deber de cada día / Y miro herir y mejorarse
el mundo. // La libertad adoro, y el derecho.
/ Odios no sufro, ni pasiones malas: / Y en la
coraza que me viste el pecho / Un águila
de luz abre sus alas. // Vano es que amor solloce
o interceda: / Al limpio sol mis armas he jurado,
/ Y sufriré en la sombra hasta que pueda
/ Mi acero en pleno sol dejar clavado.
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