El
estalinismo cubano
Rafael Rojas, El
Nuevo Herald, 29 de septiembre de 2004.
Usualmente, el término estalinismo se
asocia al régimen cubano para establecer
la analogía de que así como Josef
Stalin eliminó a los principales líderes
bolcheviques, Fidel Castro se deshizo, con mucho
maquiavelismo y un poco de suerte, de todos los
jefes revolucionarios que hubieran podido rivalizar
con él y acabó identificando el
nuevo orden político con su persona. En
los párrafos que siguen quisiera proponer
otro acercamiento a la esencia del estalinismo
y a su incorporación en la estrategia internacional
de la dictadura cubana.
Aunque Lenin, Trotsky y Stalin, los tres fundadores
de la Unión Soviética, estaban de
acuerdo en dogmas básicos del comunismo
como el partido único o la estatalización
de la economía, había entre ellos
una diferencia sustancial: los dos primeros, más
leales a Marx, desconfiaban de la viabilidad de
un régimen anticapitalista y antidemocrático
reducido a las fronteras soviéticas, mientras
que el segundo, dispuesto a controlar personalmente
la revolución bolchevique, le apostó
al socialismo en un solo país. Si hubiera
sido por Stalin, quien astutamente promovió
el tratado Molotov-Ribbentrop en 1939, la Unión
Soviética nunca habría entrado en
guerra contra la Alemania de Hitler y el comunismo
no se habría expandido hacia Europa del
este.
Para compensar su nacionalismo totalitario, Stalin
diseñó una estrategia internacional
que alentaba la inserción de los partidos
comunistas en el juego electoral y parlamentario
de los países occidentales, mientras sostenía
relaciones diplomáticas con gobiernos democráticamente
elegidos. Aunque las premisas de esa estrategia
estaban en la Nueva Política Económica
de Lenin, su implementación mundial fue
obra de Stalin y sus beneficios para la Unión
Soviética fueron ostensibles, incluso,
en época de Mijaíl Gorbachov, quien,
todavía en nombre del socialismo, desplegó
una seductora diplomacia occidental.
Como se sabe, en Cuba, luego del triunfo de una
revolución democrática y nacionalista,
un pequeño grupo encabezado por Fidel Castro
decidió racionalmente abandonar las ideas
que lo llevaron al poder y entronizar un régimen
marxistaleninista. Sin embargo, hasta 1968 o 1971,
por lo menos, la alineación con la Unión
Soviética nunca fue plena y el régimen
cubano intentó, por su cuenta, exportar
el socialismo hacia América Latina, Asia,
Africa, en una variante tercermundista de la revolución
permanente de Trotsky, cuyo principal promotor,
el Che Guevara, acabaría siendo sacrificado
por la corriente prosoviética del castrismo.
A partir de los años 70 y a pesar de intervenciones
específicas, militares o políticas,
en Chile, Angola, Etiopía, Nicaragua, El
Salvador, Medio Oriente y, a última hora,
Venezuela, el gobierno de Fidel Castro se ha concentrado
en desarrollar estrategias de influencia y eficaces
relaciones diplomáticas con todas las democracias
del mundo. Lo mismo en América Latina y
Europa que en Estados Unidos, Cuba se vende como
modelo de ''sociedad alternativa'', no capitalista
y no democrática, y como símbolo
de resistencia a la hegemonía norteamericana.
La pregunta que tanto obsesiona a la oposición
y el exilio --¿cómo es posible que
Occidente compre pasivo esa simbología
castrista?-- encuentra una respuesta en el estalinismo.
Desde los años 30, los líderes soviéticos
comprendieron, por lo menos, una idea de Marx:
que el capitalismo y la democracia son capaces
de comercializar a altos precios los símbolos
que le resultan más ajenos. Incluso, aquellos
símbolos que, como el castrista, niegan
radicalmente sus propios principios liberales
y democráticos.
Fidel Castro es el Stalin del tercer mundo y
Cuba la Unión Soviética de América
Latina porque ambos, Castro y Cuba, son procesados
simbólicamente por el capitalismo y la
democracia como algo distinto, como una isla en
la globalización, como una pieza de museo
que debe ser conservada.
No de otra manera se explica que Castro recomiende
a nicaragüenses, salvadoreños y venezolanos
no seguir exactamente el camino de Cuba, sino
tan sólo aproximarse. Castro sabe que su
éxito depende de que Cuba sea el único
país ''diferente'' de América Latina,
máxime cuando esa diferencia tiene el valor
agregado de una ''víctima del imperio''.
Sólo así puede lograr que Hollywood
lo aclame, que México se rinda a sus pies,
que la Unión Europea le pida perdón
y que la izquierda autoritaria del planeta no
se atreva, siquiera, a criticarlo en público
porque siente que de hacerlo comete un sacrilegio
y desencadena una invasión.
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