Con
la Iglesia hemos topado
ANDRES REYNALDO
Cada vez que escribo sobre la Iglesia Católica en Cuba recibo
la bifronte avalancha de quienes dicen que no es moral criticar
desde Miami y quienes dicen que los asuntos de Dios no deben mezclarse
con la política. Al margen quedan las acusaciones de anticlericalismo,
extremismo derechista, extremismo izquierdista y, en esta última
ocasión, una carta de una lectora que me vincula a una conspiración
de la masonería cuyo origen se remonta a la toma de La Habana
por los ingleses en 1762.
El primer argumento puede tener, en algunos casos,
un valor sentimental. Pero no resiste una mínima lógica.
Por no decir una mínima moral. Más bien luce una extrapolación,
algo tontuela, del antiguo pensamiento escolástico de Roma,
trasvasado con tan nefastos resultados a las culturas autoritarias
contemporáneas. Es una recaída tercermundista en el
nocivo principio de que la ropa sucia se lava en casa. A estas alturas
de nuestra historia, los cubanos debíamos estar curados de
esas fiebres de compadritos. Si algo demuestra nuestra dolorosa
experiencia es que cuando la ropa sucia sólo puede lavarse
en casa no tarda mucho en que deje de lavarse por completo. Esta
preceptiva de la autocomplacencia ha legitimido entre nosotros monstruosas
construcciones intelectuales y políticas que nos tienen donde
nos tienen. Curiosamente (y lo digo sin resentimiento, sólo
por acusar recibo), a los promotores de esa noción de enfermiza
exclusividad con residencia en la isla nunca les ha parecido mal
que la ropa sucia de Miami se lave fuera de Miami.
El segundo argumento concierne a lo que en el artículo
de la pasada semana califiqué, para escándalo de un
querido amigo, como el ''dialéctico angelismo'' de nuestra
Iglesia. Excepto, si acaso, en remotas iniciativas misioneras, la
Iglesia Católica no puede (ni quiere) escapar a su incidencia
en los contextos políticos. Tanto si es la Iglesia de los
pobres como si es la Iglesia de los ricos, tanto si es la Iglesia
que sufre como si es la Iglesia que persigue, tanto si es la Iglesia
de los Borgia como si es la de Wojtyla, su incidencia en la sociedad
se traduce en comportamientos y discursos con un peso específico
en los destinos civiles. Roma (y sus sucursales) favorecen a partidos,
facilitan alianzas, promueven reputaciones y echan a rodar dineros
por causas políticas que, dicho con sinceridad, por lo general
me simpatizan.
La Iglesia cubana hace política, para empezar,
por su carácter de excepción frente a una dictadura
totalitaria. De ahí que Fidel Castro, quien se toma estas
cosas muy en serio, persiguiera, excluyera y aniquilara cualquier
vestigio de autonomía o influencia espiritual de los católicos
hasta el día de hoy. Cierto que ya se puede pertenecer al
Partido Comunista siendo católico... a cambio de que no te
comportes como un católico. Nuestros obispos saben que hacen
política cuando convocan al pueblo a rezar por la salud del
dictador. Y también cuando no convocan a rezar por los presos
políticos, por las Damas de Blanco, por los hijos de esos
presos políticos condenados a ser ciudadanos de segunda,
por los ahogados en alta mar, por los exiliados que luchan por rehacer
sus vidas lejos de lo suyo y de los suyos. A nadie se le escapa
que los obispos bailan una cuerda floja entre lo posible y lo ideal.
Pero si la prudencia aconseja no provocar a la Bestia, la decencia
debe obligar a no congraciarse.
¿Quiere decir esto que la alta jerarquía
católica intenta preservar el castrismo? A mi juicio, quiere
decir algo peor: que la alta jerarquía católica carece
de la voluntad (o la imaginación) para desbordar el decrépito
marco de medio siglo de dictadura incluso en una modesta dimensión
pastoral. Ese quietismo crepuscular no consigue ampararse en el
ecumenismo y la amplitud de miras del mejor legado cristiano. No
nos engañemos, si esa Iglesia pudiera darse el lujo de ser
ecuménica rogaría públicamente sin pestañear,
en la misma misa y con la misma santidad, por el alma de Fidel y
por la de Posada Carriles, y trataría de llevar a las celdas
de Villa Marista las mismas consolaciones que ha llevado ejemplarmente
a los pacientes contagiosos, a los ancianos y a miles de cubanos
necesitados de solidaridad. Se entiende que para salvar el espacio
de los programas caritativos y el trabajo social no se abuse de
la precaria y siempre suspicaz tolerancia castrista. Pero ya no
estamos en la década de los 60. Hoy por hoy, con Fidel extraviado
en el recuerdo de lo que fuera Fidel, Raúl Castro no va a
correr el riesgo de quemar los escasos cartuchos de la supervivencia
de la elite en una confrontación con la Iglesia y la refortalecida
comunidad católica.
Entonces, sin que haya que llamar a la desobediencia
civil desde el púlpito (como ha hecho admirablemente la Iglesia
en tantas otras partes del mundo), ¿por qué aceptar
con pusilanimidad las mediocres disculpas por la profanación
de los templos? ¿Por qué someter a los curas a una
férrea mordaza? ¿Por qué cerrar sin dar batalla
las publicaciones que infundían esperanza, dignidad y verdad
en un páramo de miedo, corrupción y engaño?
¿Por qué ignorar la agonía de prisioneros de
conciencia como Oscar Elías Biscet, un católico que
se ganó el odio de las autoridades, entre otros retos, por
su oposición al aborto? ¿Por qué no salirle
al paso a esos manicurados dignatarios vaticanos que tras un festinado
fin de semana en La Habana regresan a Roma haciendo la apología
del castrismo?
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