: Cuba: Derrumbe y esplendor
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Derrumbe y esplendor

Víctor Manuel Domínguez, Sindical Press.

LA HABANA, Cuba, marzo (www.cubanet.org) - El casco histórico del municipio Habana Vieja es una zona de derrumbe y esplendor. Un mapa donde se entrecruzan como cicatrices en el rostro de la ciudad los solares (casas de vecindad) inhabitables y las edificaciones majestuosas. Un sitio dividido en dos que envuelve en su olor a mar y aguas albañales el falso señorío de un turista extranjero y la miseria pública de un mendigo cubano con la mano extendida en la escalinata de la catedral

Nada podría definirla mejor que llamarla Ambos Mundos, como el hotel de Obispo y Mercaderes, donde aún duerme una inspiradora borrachera entre fotos, muebles, cama y trofeos de caza, el fantasma de Hemingway.

Frente al mar, dominando la bahía, un Cristo, al parecer indiferente, mira crecer y derrumbarse la ciudad. Sus habitantes, soldaditos de plomo arrastrados por un remolino, se mueven como zombis por la plaza del Convento de San Francisco de Asís hacia un Muelle de Luz custodiado día y noche por policías, cuya única razón es registrar hasta el alma de quienes tomen la lancha rumbo a Regla o Casa Blanca.

La Habana Vieja es una tentación. Un  Palacio del Segundo Cabo que mira con asombro el trasiego de libros en la Plaza de Armas, los flashes de las cámaras que alumbran El Templete y el tronco de su ceiba acariciada por las manos de miles de cubanos que ruegan se les hagan los sueños realidad.

El casco histórico es una utopía para los nacidos entre sus parques y callejuelas. Un muro de Berlín que los separa de los extranjeros desde el bar Cabañas hasta el café París, pasando por el restaurante Europa, El Árabe,  La Mina, la Bodeguita del Medio y el antes socorrido El Patio, ahora convertido en Los Caprichos del Marqués.

En su atmosfera y sus adoquinadas calles de Babel tropical se mezclan todos los oficios, intereses y desazones bajo el deseo común de resolver. Los coches tirados por caballos, los pregones, la entrada de los  pescadores al puerto, las floristas,  los pillos y los trabajadores forman un hervidero humano digno de un carnaval.

Pero el casco histórico es una zona de derrumbe y esplendor. Un salto al vacío de una política urbanística que antepone la majestuosidad de las instituciones gubernamentales al mínimo confort del habitante común.

Y esto, sin que los cubanos tengan derecho  a  incluirse en la mirada de una Giraldilla que, oteando el horizonte  desde la cúpula del Castillo de la Fuerza, anuncia al visitante que ha llegado a La Habana.

 

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