Cartas desde
una prisión
José Abreu
Felipe. Especial / El Nuevo Herald. Domingo 22 de diciembre de 2001
Un hombre que aún
no ha cumplido los 50, pero que habla de sí mismo como si de un
anciano desahuciado se tratara, deambula por los alrededores de un hotel
convertido en solar, camina por las calles de una ciudad, visita seres que
resultan ser sus iguales -un pintor, un escultor, un santero, un aspirante a
algo, todos de vuelta ya de todos los desastres- sobrevivientes marginales y
paranoicos, amigos y enemigos, en busca de una taza de azúcar, de un
poco de té -que parece que forzosamente ha sustituido al café-
o de un peso y algo para comprar una medicina. Luego regresa, tal vez tarde
en la noche, y se sienta a escribir cartas a un tal Leandro, donde narra sus
crónicas del vacío.
Quién es
Leandro, no lo sabemos. ¿Un hermano perdido, un amigo soñado, un
desdoblamiento de la personalidad, una quimera? Váyase a saber; aunque
tampoco tiene mucha importancia. Lo importante, tal vez, es que las cartas
se escriben y se van acumulando, se van ordenando entre recuerdos y
reflexiones. Entre anécdotas y esperanzas, que también se
suman, en esa mezcla entre ácida y cándida con la que se ve al
mundo a través de la reja de cualquier prisión. Porque de eso
se trata, de las crónicas de un hombre que se siente preso.
La vida está en
otra parte, dice en alguna parte el personaje, recordando a Kundera. Y así
debe ser: por algún lado más allá del mar puede que
exista un sitio donde las gentes caminen, hablen, trabajen, viajen, visiten
un museo o lo que les plazca, duerman, sueñen y hagan el amor sin otro
temor que los calculados. Un sitio, en fin, donde llegar y reposar sin tomar
demasiadas precauciones. Sin que el miedo anule el alma y la desfigure. Un mínimo
sitio más allá del vacío y de la locura.
El hotel venido a menos
no es otro que el Monserrate, inmortalizado por Reynaldo Arenas, y la ciudad
es, desde luego, La Habana. En algunas páginas se menciona la Plaza
de Armas, la Manzana de Gómez o el cine Actualidades. Las cartas, más
que un recurso literario, son un alarido, un grito silencioso -otro más-
haciéndose oír por sobre la cobardía y el oportunismo cómplice
de los hacedores oficiales de literatura para consumo externo o de galimatías
nacionales, convenientemente etiquetadas.
El autor, Ramón
Díaz-Marzo, un escritor marginal, no político, que a diferencia
de los oficiales no teme llamar a las cosas por su nombre. Su novela Cartas
a Leandro (Cubanet) se ubica en tiempo y espacio sin recurrir a máscaras
ni subterfugios con tres o cuatro esotéricos metasignificados, a
conveniencia del lector interesado. No, desde las primeras páginas
sabemos dónde ocurre la inacción y cómo se llama el
causante. Un infierno sin esperanzas, donde la locura y el caos son el pan
nuestro de cada día. Pero todo esto sin estridencias, sin alardes, sin
agitación y sin consignas baratas. La realidad abierta como un espejo
donde mirarse, suavemente, con una media sonrisa colgando de los labios.
Cartas a Leandro, de
Ramón Díaz.Marzo, conjuntamente con Crónicas desde La
Habana, del recientemente fallecido pintor y escritor Miguel Angel Ponce de
León, son un respiro, un soplo de aire fresco en medio de tanta
abyección, de tanta mediocridad moral e intelectual, ahora tan de
moda. Una luz tímida aún, es cierto, pero viva, que nos indica
que allá y aquí no todo está perdido, que todavía
hay esperanzas, que siempre en medio de los mil cantores para el descenso de
que nos advirtiera el poeta peruano Rodolfo Hinostroza sigue habiendo, al
menos, uno para el ascenso.
Ramón Díaz-Marzo
(La Habana, 1952) fue amigo y compañero de venturas y desventuras de
René Ariza y Reynaldo Arenas, los tres compartieron, durante un
tiempo, habitaciones en el ya mítico hotel Monserrate. Ha trabajado
como albañil, mensajero de correos, auxiliar de limpieza, ayudante de
imprenta, chofer de montacarga, torcedor de tabacos, fotógrafo de
playa y manisero en el muro del Malecón. Actualmente se dedica a
sobrevivir, mientras se desempeña como periodista independiente. Cartas a
Leandro es su primera novela. Algunos, quizás con razón, la
interpreten como un testimonio novelado, una vivisección con tintes
autobiográficos, un diario epistolar o un ensayo sobre el suicidio;
pero yo lo veo como un intento, antiguo y bosquiano por demás, de la
extracción de la piedra de la locura.
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