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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XII


Fue ése el momento en que Sofía se desprendió de la ventana. "Vamos allá", gritó, arrancando sables y puñales de la panoplia. Esteban trató de detenerla.

"No seas idiota, están ametrallando. No vas a hacer nada con esos hierros viejos".

"Quédate si quieres, yo voy."

"Y vas a pelear por quién."

"Por los que se echaron a la calle" gritó Sofía. "Hay que hacer algo".

"¿Qué?"

"Algo."

Y Esteban la vio salir de casa, impetuosa, enardecida, jamás vista en tal fuerza y tal entrega.

"Espérame", gritó.

Alejo Carpentier, "El siglo de las luces"



Habían llegado a la pompa violeta. Enmanuel veía cómo se sucedía una revuelta tras otra, una guerra tras otra, una revolución tras otra. Todas con una semejanza que solamente en débiles matices cobraba cierta diferencia. Surgían hombres heroicos y románticos que levantaban los pueblos contra los tiranos. El rojo de la sangre corría sin óbice sobre todo el azul de las aspiraciones de los hombres y le otorgaba a la pompa ese violeta violento que relumbraba en la noche de la ilusión.

Vamos, hay que hacer algo. ¿Por quién, contra quién? trascendía desde todos los rincones de la burbuja, y allá se iban, elevaban consignas llenas de pasión, entonaban himnos ardorosos, componían elegías tristísimas para los muertos, apologías altisonantes para los héroes, fundían medallas para los pechos gloriosos e imprimían solapines con efigies para la blusa de las muchachas.

Triunfaba una idea y esa misma idea generaba la contraria. Y una y otra vez la turbamulta y la degollina. Y una y otra vez el enaltecimiento y la congoja. Y otra vez una teoría naciendo y pariendo al mismo tiempo su antípoda. Y otra vez lo rojo deslizándose sobre lo azul y haciendo más violeta la pompa donde vivían.

Aquella noche, antes de que se silenciara la última nota de la sinfonía del Niño del Pífano, Enmanuel vio el desfile de líderes y tiranos, de héroes y mártires, que dentro de la burbuja creían auténticamente en sus verdades y se morían por ellas o mataban a un pueblo entero por ellas.

Vio a ancianos escépticos renunciar a toda batalla porque el tiempo era para ellos un cúmulo de páginas volteadas, donde toda aventura era pasado. Vio jóvenes ardorosos, capaces de asaltar el Olimpo sin encomendarse a deidad alguna, imbuídos solamente por la retórica de una educación que los preparaba para alcanzar la gloria. Vio a altruistas entregarse por entero y traidores desde el primer fracaso, inmolados y conservadores, cobardes y suicidas. Vio seguidores ciegos, sordos a todo argumento que se alejara de su verdad. Disidentes prematuros que proponían enmiendas a lo que aún faltaba por acometer. Vio incautos y oportunistas, fariseos y honestos que al fin corrían la misma suerte y se hallaban, sin explicárselo apenas, envueltos en otra reyerta que para unos tenía sentido y para otros no, pero que daba lo mismo, porque era como si la pompa estuviera condenada a la lucha y la muerte.

Enmanuel lloró frente a la última de las tremolinas que pudo presenciar antes de que la burbuja tomara un violeta intenso y esparciera su terror por la infinitud de la noche. Un joven, como arropado por la gracia divina, levantaba su voz y convocaba al sacrificio y la victoria. Parecía un Mesías o un iluminado, un poseído o un redentor. Era como si su cuerpo sufriera las calamidades de todos, como si por sus venas circulara la rabia de todos, como si en su piel se juntaran las esperanzas de todos. Era un joven sin nombre. Tenía más rostros que la muchedumbre, encanto en la voz y fuerza en el brazo. Era un elegido, y pagaría el precio de su elección.

Quiso llegar al poder participando con el poder instaurado, dialogando, incorporándose, y comprendió que todo estaba pautado, establecido, sancionado y que sus ideas no resultaban del modo que se proponía. Se opuso entonces y lo eliminaron y lo humillaron y lo minimizaron y desacreditaron. Al fin supo que ningún rey entrega su cetro, a menos que se lo arrebaten por la fuerza. Y el joven sin nombre, que ya no era el mismo y del cual casi nadie se acordaba, aunque muchos jóvenes habían encanecido antes de que apareciera él, convocó al sacrificio y la victoria.

Y Enmanuel, con una cortina de llanto interpuesta entre sus ojos y la pompa violeta, no quiso seguir viendo y cambió la vista hacia la burbuja azul, donde la Troyana seguía haciendo equilibrio sobre un relámpago, y en sus huesos percibió el estremecimiento último de una pompa que la sangre, empecinada e inocente de tanto fluir sólo por la conquista del poder, no dejó ser azul. Y ahora, en las notas de un enanito encantado que tocaba el pífano con el objetivo de que el ser humano hallara un lugar habitable, se desbarataba sin remedio.

Enmanuel hurgó con ansiedad en cada rostro que transcurría por la violencia. Entre aquellos seres, enfebrecidos unos, desencantados los otros, encontró uno que en un rictus amargo reclamaba otro sentido para la vida. Era su propio rostro, puesto en una cara ajena, dentro de la burbuja violeta.


Capítulo Once

Capítulo Trece




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