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Introducción

Sobre el autor

Capítulo XX


Cuando una mujer se marcha, quedan sus huellas. Y hay que dedicar entonces un tiempo a borrarlas, para que los fantasmas que dejó desperdigados por los rincones no te hagan la vida un yogur. Un simple bucarito de barro te remonta hasta Pinar del Río, la habitación de un hotelucho de tercera donde se lo robaron, más por aventura que por necesidad. Y la risa que les causó la cara que pondría la camarera cuando se diera cuenta de la falta. Te vienen deseos de tirarlo por el balcón y escuchar cómo se despedaza contra la acera. Lo tomas con toda la mala intención del mundo, pero te detiene el recuerdo del cumpleaños de una amiga y decides que es mejor limpiarlo bien, envolverlo en un papel de regalo y apartarlo de tí.

Dos horas después descubres que el ropero está preñado de su gusto por camisas que, de no haber sido por ella, por agradarle, por complacerla, no te hubieras puesto sobre los hombros. Y con la mente haces una distribución entre los familiares y conocidos que no demoras tres días en cumplir.

Un sonajero fabricado de caña brava te traslada hasta la Plaza de la Catedral una tarde de sábado y éste sí no se salva de tu furia y le das un tirón y el reguero de semillas y tubitos fibrosos te entretiene un buen rato recogiéndolos por toda la habitación. Y te cagas en la madre de los días que te vienen arriba con todo el furor de sus nostalgias y concluyes, dando un portazo y buscando al Benny Marqués para que te acompañe en unos rones de remembranza donde Zaira es el personaje principal de tu tragedia en plena Habana siglo 20, sin Montescos ni Capuletos, sino largas especulaciones filosóficas sobre la dificultad de la consolidación de la pareja en una sociedad marcada por el descojonamiento de la familia.

Y regresas con pasos tartamudos por el alcohol a un apartamento que hace unos días atrás tenías repleto de sueños, y hoy es un revoltijo de huellas que mañana tratarás de hacer desaparecer con ese espíritu autodestructivo que marca tu carácter. Por supuesto que cuando alguien te pregunta, tomas aire de despreocupación y te las das de machazo, de que no te importa, pero cuando le das la vuelta a la llave y te encuentras con la inmensidad de la cama, donde la sábana pone toda la primavera de un trago artificial de flores diminutas y te encuentras enredado en la funda de la almohada uno de sus cabellos, te dan ganan de ahorcarte con tan fina y cruel cuerda, puesta allí por uno de los duendes que dejó en la casa para que velaran por su recuerdo. Y entonces es el alcohol quien te salva, porque el mareo te adormila después que la habitación fue un vertiginoso tíovivo donde te viste de niño girando ante los ojos desmesurados de tu madre que te gritaba que te aguantaras duro.

"Ahora sí se acabó, coño", has dicho, y coges toda su ropa y la tiras contra la cama y de repente descubres que te estás comportando como una putica histérica y rectificas y te lanzas sobre el colchón y cruzas los pies sin descalzar aún y dices con voz grave: "Mañana no regreses". Y te haces el dormido y la oyes gimotear y no abres los ojos porque sabes que la verás recogiendo cuidadosamente sus prendas personales y tienes un miedo que te cagas pensando que se irá de verdad y tratas de dormirte y lo logras y cuando te despiertas ya ella está en el baño, tratando de componerse un rostro que no descubra la mala noche y entras y empinas un chorro sonoro y caliente y ella trata, en silencio, de acariciarte la espalda y te las das de duro y te alejas y la miras con un falso rencor, que de no ser por lo tensa que ella se encuentra hubiera descubierto. Pero se va cabizbaja, sin saber que la estás mirando por entre las persianas del cuarto y ves cómo se aleja con los hombros descolgados y la cartera golpeándole una de sus nalgas de potranca cerril.

"Pa' su madre, esto no hay quien lo arregle", piensas y cierras las persianas. Te demoras para no coincidir con ella en la parada del ómnibus y caes en la cuenta de que aún y con maltratos te ha dejado un desayuno de paloma desganada sobre la meseta de la cocina. No lo pruebas. "Tengo el corazón en el estómago", piensas, porque de repente has descubierto que no toleras comer y en el almuerzo también te vas en blanco. Siempre que estás fuera de tu centro dejas de comer.

A las cuatro de la tarde andas buscando un amigo y un bar y mala pata que tienes. Alzas la vista, atraído no sabes por qué fuerza y la ves recostada a la parada de la guagua. Le pasas por el frente fingiendo que no la has visto y ella no te llama. Recoño, no me llama. ¿Y quieres que te llame? Qué cabrón eres, quieres que se humille, que te rinda. Te estás muriendo de amor, pero quieres que sea ella quien se rebaje, como si rebajarse cupiera en el amor. Qué pendejo eres con tus sentimientos, la vas a perder por verraco. Pero prefieres perderla antes que darle la oportunidad de que piense que estás cogidísimo con ella. Bueno me jodo, pero ella también.

"Pero qué bestia eres", te dice el Benny cuando se lo cuentas. "¿Cómo se puede tener esa sensibilidad y ser tan terco? Ve a buscarla y no jodas más".

"No, que me busque ella".

"Pero salvaje, si eres tú quien abrió el potaje".

Y quieres contarle al Benny que no, que no es exactamente así, pero te callas porque te irrita demasiado contarle a un amigo que ella fue quien dijo que tenía dudas sobre la autenticidad del sentimiento que la unía a tí y que no lo pudiste entender y que no la pudiste tolerar y catalizaste la ruptura para quedar como un machazo que no anda creyendo en duditas. Y el Benny se queda con la idea de que fuiste tú el que se aburrió de tantas dificultades para materializar el confort que lleva una casa medianamente decente y que te cansaste de luchar contra dificultades que están por encima de tus posibilidades.

¿Y qué? Al carajo. Sí, al carajo. Porque yo no soy maga ni tengo una varita mágica que me haga realidad todas las aspiraciones más que mierderas de amueblar una casa en estas condiciones de extrema escasez de cuanto el hombre ha ido inventando para matar el aburrimiento de una ciudad que a las nueve de la noche parece un cabrón cementerio.

"Qué bestia eres", concluye el Benny, y me indica unos huevos aliñados que no hay sobre la tierra quién los cocine mejor que este enano contento y buen amigo.

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veintiuno





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