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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XXIII


Siete cortezas tenía la pompa púrpura. Siete veces estalló frente a la mirada perpleja de Enmanuel. Siete Judas la habitaban y habían inventado las siete maneras de escapar, hasta la noche en que el Niño del Pífano tocara la melodía exótica del audaz equilibrista.

Pilatos no pudo lavarse las manos, ni asesinando otra vez a Valerio Tauro. Ni Fouché encontrar la estratagema exacta. Justo en el instante en que Argos cayera ovillado a los pies de un mendigo que le sonriera, Enmanuel presintió la fatiga que le causarían los estruendos de la burbuja púrpura. Tuvo la extraña premonición de que era una cápsula forrada por muchos velos, muchas dobleces y excesivos maquillajes.

En el primer chasquido quedó al descubierto un antiquísimo cáliz de barro de donde manaba una invitación al sorbo. Enmanuel sintió sed, tentado a alargar el brazo padeció el primer vértigo. Un centenar de víboras diminutas surgieron del cáliz y mordieron sin piedad al Maestro, que sólo musitó: "Judas, yo te amo". La copa cayó exánime en el hueco sin fondo del olvido.

Traqueó la otra corteza. Una odalisca de tules vaporosos danzaba sobre la redondez de la pompa. En cadereos sublimes mostraba contorsiones que enardecían la sangre de Enmanuel. La Troyana tembló sobre el relámpago. El Abuelo intentó desclavarse el guiño del estómago, y la odalisca, en un acto supremo de licantropía se transformó en una flexible cobra, sorda para las palabras de aquel hombre transido que sollozaba en los lejanos campos franceses: "Enma, yo te amo".

La tercera capa dejó ver sobre el círculo púrpura un cetro rutilante con ágatas y zafiros engastados. Pedía que alguien lo enarbolara. El César apareció y sus generales le convirtieron el cetro en una cruz de inconcebible peso, asido al cual se pudre todavía.

Estalló la otra caparazón. Un diamante del tamaño de una ambición se volvía llamas cuando la siguiente envoltura traía sobre sí una Victoria, proponiendo laureles pasajeros mientras revoloteaba, mostrando la corona, y de repente se volvía una Parca desdentada y fétida.

Ya atronaba en la noche de los descubrimientos el resquebrajamiento de la otra vestidura de la pompa púrpura, cuando el Niño del Pífano bajó el instrumento y las tentaciones conque la traición se arropa se disolvieron en sí mismas y Enmanuel, sin atarse al mástil ni taponarse los oídos, acunó en su pecho la lealtad y Argos comprendió que sus ladridos por el amo lejano aún tenían sentido.


Capítulo Veintidós

Capítulo Veinticuatro




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