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Introducción

Sobre el autor


Capítulo XXXIV


La burbuja anaranjada había creado un musgo amarillento que lamía toda su circunferencia. La indiferencia y la conformidad de sus pobladores permitía el enmohecimiento y la podredumbre que les arrebataba la pompa. Sabían de la repetición inacabable, que todo era lo mismo y distinto a la vez, que los más viejos ya lo habían visto ocurrir todo. Sabían que no había un solo poblador a salvo de la idea de que eran diferentes, y convencidos al mismo tiempo de que esa obstinación por la desigualdad era lo que precisamente los asemejaba. Hurgando en uno solo de ellos podía encontrarse el cúmulo de miserias y bondades que todos disimulaban de mejor o peor manera. Da lo mismo, parecía su lema. Poseían un extraño sentido de provisionalidad. Eran seres precondenados. Vivían signados por una perenne sensación de muerte. La cotidianeidad era tan indiferente como las mutaciones que provocaba en ellos. Inalterables frente a la procesión humana, habían perdido la facultad de llorar y reír. Ancianos al nacer, era, a diferencia de las piedras, sólo porque tenían conciencia de ser. Nada les resultaba más importante que existir. Pero como pensaban, lo hacían de otra manera. Es decir, diferente de los cascajos y los puentes. Si la lluvia los ensopaba, "ya nos secaremos". Si la Natividad tocaba en casa, "ya empezó a morir". Si alguien moría, "ya aprendió lo que era vivir".

Los primeros levantaron palacios suntuosos que muchos años después de sus muertes daban señales sobre ellos. Querían alcanzar la inmortalidad dejando huellas que los trascendiera más allá de los siglos. Pulieron metales y bruñeron piedras, y cuando descubrieron que no era exactamente lo que los inmortalizaba, por lo menos en la medida que pretendían, abandonaron el afán de las pirámides, los panteones colosales, los templos majestuosos, los castillos inamovibles. Sus casas y sus tumbas fueron más provisionales. Y ya en la noche de las explosiones, conjurada por el Niño del Pífano, sus residencias eran simples imitaciones de fastuosidad arcaica; sus tumbas un insignificante nicho donde se guardaban unas cremaciones más insignificantes aún.

El espíritu de que todo daba lo mismo, porque todo lo que empezaba tenía un final prestablecido, los condujo a ese abúlico devenir que los enmohecía. Su valentía estribaba en no saber qué ocurriría mañana y no preveer absolutamente nada. Así como olvidar el pasado, porque de él únicamente cenizas podían rescatarse. Y con esos principios, sufrir o disfrutar sólo el instante presente.

Nunca supieron que lo verdaderamente valioso era saber que desde que existe el minuto primero se marcha hacia el segundo último, y que el valor para el tránsito de uno a otro radica en jugar a que se es feliz y llenar el recorrido con sucesos y objetos que contribuyan a la felicidad. Jamás renunciar a un propósito aunque se conozca con antelación su desenlace, y mucho menos cesar de proponerse, por más inútil que parezca.

Los mohosos se habían aferrado a que todo se repetía: las epidemias, los versos, las disputas, los teoremas, las almohadas. Afirmaban que lo sentido y dicho por Jerjes al ser derrotado en la última de las guerras griego-persas era lo mismo que había sentido y dicho el emperador Constantino después de la batalla por Roma, o Mussolini ante la avanzada soviética. Que lo escrito por Terencio intentando explicar la similitud de los seres humanos en cuanto a sus reacciones frente a lo cotidiano era lo mismo garrapateado por un tal Vázquez Portal cuando afirmaba que sólo los matices diferenciaban las reacciones del hombre frente a lo azaroso del universo. Y así, nunca asaltaron el vasto mundo en pos de lo original, porque lo original, para ellos, no era más que la reiteración de lo supuestamente original muchos años atrás, y a su vez original muchos siglos antes.

Frente a la explosión, en medio del desastre de las pompas, escuchando la música del pífano, pensaban en el diluvio bíblico, en el Apocalipsis, en el viento maléfico que arrasara a Macondo, y afirmaron que había ocurrido muchas veces, que no era más que una pálida copia de los cacareados finales, y se dispusieron a disfrutar de su extinción.

Enmanuel enmudeció, atónito por la postura de los mohosos. Los vio desaparecer como felices de estar asistiendo al final de sus vidas.

"¿Para qué continuar?", le dijo al Niño del Pífano. La Troyana iba a mirarlo con desprecio, echarle en cara su pereza, gritarle desde el relámpago que renunciara a él, pero que ella continuaría, muy a pesar de todos los vaticinios.

Argos sintió impulsos de desgarrarle las entrañas a dentelladas. El Abuelo creyó nuevamente que vencía, y se había dispuesto a desclavarse el guiño de la Troyana. El Niño del Pífano, con los codos en las rodillas y el rostro entre las manos, le susurró a Enmanuel: "Toda elección supone una renuncia. Tú decides".

Enmanuel oyó en su recuerdo, repicando como una campana, la voz del Abuelo suplicándole que asesinara al Niño del Pífano, y recordó, sin proponérselo, las canciones del Duende del Capirote Verde alegrándole la existencia al Hombre de la Muchacha sobre la baranda pintada de azul, y vio cómo el Hombre se había dormido junto al río, sin esperanzas ya, mientras el esqueletito del Duende era arrastrado por la corriente a través de todas las sinuosidades del olvido, y encaró resueltamente la mirada de la Troyana, que dio un paso más hacia la nube adonde habían arribado las Pastoras.


Capítulo Treinta y Tres

Capítulo Treinta y Cinco




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