LA HABANA, Cuba.- Hace pocos días escribí un texto, que publiqué aquí en CubaNet, donde contaba de Samuel, un joven de veinticuatro años que perdió la razón después de enterarse de que no podría viajar al Ecuador ni hacer la travesía que debía llevarlo a los Estados Unidos. Samuel vendió la casa que le dejó su abuela como herencia, pero los 15 mil CUC llegaron tarde. Dos días después de cerrar el negocio el gobierno ecuatoriano decidió que los cubanos no podrían entrar al país sin visa. Samuel se quedó sin casa, que es como quedarse sin patria…, y leyó libros de viajes.
Esta mañana me llamó el padre; contó que su hijo intentó suicidarse, que se niega a conversar con los psiquiatras, que no quiere recibir medicación. “¡Lo que quiero es largarme!” Así grita, según contó desesperado el padre, y lo peor es que no puede hacer nada para devolver a su hijo el sosiego que precisa. Se siente culpable, me contó del niño pequeño que soplaba con fuerza el barquito metido en una palangana, “para que llegue pronto a Texas”. Allí pensaba encontrarse con su abuelo.
El padre cree que la culpa la tienen las lecturas: “Esas fueron las que perturbaron a mi niño”.
Sé muy bien que no fueron esos libros quienes lo volvieron loco. ¿Por qué iba a enloquecer leyendo la prosa serena de Stefan Zweig? ¿Cuántos lectores en el mundo quedaron desequilibrados después de escoger un libro suyo? ¿Qué daño le haría enterarse de los viajes de Magallanes? Hasta puedo imaginarlo haciendo comparaciones mientras se entregaba a la lectura, comparando las balsas en las que cruzan los cubanos el estrecho de la Florida con aquellas embarcaciones de los viajeros de antaño. Samuel también pudo presumir el asombro del navegante si hubiera visto, quinientos años después de sus viajes, las endebles estructuras en las que nuestros coterráneos hacen la travesía hacia el norte. Supongo al joven, en medio de una sonrisa socarrona, pensando en un descreído Magallanes, avergonzado quizás, por haberse echado a la mar en embarcaciones tan “confortables”, si se las ponía al lado de las nuestras. Similar vergüenza sintió Zweig en aquel barco que lo llevó a Sudamérica, “el más seguro que imaginarse pueda”, mientras suponía las peligrosas travesías del portugués, y sus embarcaciones.
A Samuel no le hicieron daño los libros. El lector de las Crónicas italianas de Stendhal pudo soñar con un viaje a Roma y Nápoles, reproducir en su mente los sucesos que narró el francés. ¿Qué daño podía hacerle soñar con Beatrice Cenci? ¡Que venga algún lector de Dickens y me cuente que jamás soñó con Parma o Venecia, con Nápoles y Boloña, después de leer los Paisajes de Italia! Deseos como esos no pueden entenderse como enfermedad, creerlo así es esconder una verdad mayor.
Viajar no estuvo solo en el imaginario de Samuel. El viaje está en la cabeza de muchísimos cubanos, de todos los humanos. Desde hace mucho Samuel soñaba con abandonar la isla, y porque no pudo inventó un mundo diferente al que le había tocado, donde el desplazamiento no fuera un imposible. Eso lo encontró, únicamente, en los libros. Y eso es triste.
Samuel soñaba con tener un pasaporte y no podía explicarse las razones que lo alejaban de aquel simple documento. Nunca entendió por qué los cubanos tuvieron que pedir hasta “anteayer” un permiso de salida, y no le quedó otro remedio que leer, y esperar. Le parecía vejatoria esa disposición, la creyó ridícula, humillante, pero esperó, porque sabía que viajar es un derecho más que legítimo.
Mientras esperaba se enteró, por la televisión, de muchas migraciones; africanos queriendo conseguir Europa, y también de las peripecias de los sirios en Hungría para llegar a Austria. El que ahora está loco se estuvo preguntando si aquellos sirios emigrantes y los africanos, precisaron de un permiso para abandonar sus países y hacer el viaje. Se preguntó si los ciudadanos de cualquier geografía conocieron humillación tan grande, y recuerda lo que le han contado de su abuelo. Hasta lo imagina trabajando de sol a sol en una granja, porque cometió el “pecado enorme”, de querer hacer un viaje, de soñar con abandonar el país, que significaba abandonar la revolución. Y él se pregunta: “¿Y si quería abandonarla, qué?”
Samuel no ha conseguido leer en algún periódico, un razonamiento que le haga entender el dilema de los cubanos que quieren viajar sin que antes se recurra a la ley de ajuste cubano. A nadie, en la prensa cubana, se le ocurrió decir que perderse en otra geografía era una experiencia extraordinaria, una de las mejores maneras de hacer hallazgos novedosos, de recibir sorpresas. Debe ser por eso que en los cubanos persiste la certidumbre de que para engrandecernos tenemos que cruzar cualquiera de los lados del mar.
A Samuel lo enfermó la imposibilidad de hacer el viaje, eso despertó su ansiedad, la locura…, perdió la razón cuando se enteró que no tendría una vía segura para escapar y completar el viaje. Es por eso que no quiere hablar con nadie; solo mira con tristeza a un lado y luego a otro. Samuel supone que el lugar donde nació resulta una amenaza.