LA HABANA, Cuba.- Yorky Díaz Segundo trabajó tres años como policía en Santa Fe, comunidad costera del oeste habanero. Nos cuenta que en sólo unos meses pasó de trabajador rural del municipio de Palma Soriano, perteneciente a Santiago de Cuba, donde nació y vivió siempre, a policía de La Habana.
No era su vocación, pero la idea de vivir en la capital del país pudo más que todo. Entonces tenía unos 30 años de edad. Se presentó al llamado del Ministerio del Interior y pasó la prueba del interrogatorio y todas las demás.
“Pensé en ser boxeador como Rafael Carbonell, un campeón palmero, de donde soy yo”, dice, “pero me frenó el asunto ese de estar recibiendo golpes el día entero. Entonces me decidí por la pelota, pero tampoco tuve suerte. En el tiempo que la practiqué no hice ni un miserable jonrón. La dejé, porque nunca sería como Orestes Kindelán, otra gloria de Palma Soriano”.
“Así que acepté de lo más contento vestirme de policía, vivir en La Habana y tener una mujer con casa. ¿A qué más podía aspirar? Pero mi vida, a pesar de tener una mujer que me da abrigo, techo y cariño, no me fue nada fácil como policía”.
“A los tres años exactos devolví el uniforme, las botas rotas, la placa que acreditaba mis funciones de compromiso con la sociedad y me puse a pensar en qué podría trabajar. Por muy buen policía que traté de ser en el cumplimiento de mis deberes, al poco tiempo de trabajar aquí en Santa Fe me dejé provocar por un borracho y se me fue la mano. Por poco lo mato”.
Luego de dejar su trabajo como gendarme, Yorky comenzó en una brigada de construcción.
“Se ganaba buen dinero. ¿Pero qué ocurrió? De nuevo me puse fatal. Me cayó encima la placa que estábamos fabricando y me rompió un montón de huesos. Me desbarató. Estoy vivo de milagro”, cuenta.
“En Santa Fe, donde fui policía, todos me saludan y me quieren, porque nunca jodí a nadie. Pasado el tiempo, me doy cuenta de que fui un policía bueno. Sentía mucha pena y me hacía el distraído cuando me veía obligado a ponerles altas multas de dinero a los carretoneros de caballos, a los bicitaxeros, unos pobres diablos que trabajan duro para comer lo del día”.
“Ahora manejo un bicitaxi que no es mío, pero recibo al día el dinero que necesito para darle a mi mujer, una negra linda que me cuida como un bebé. Hasta tengo fama por transportar ancianos que no tienen dinero para pagar. Así soy yo”.
“Mire si es así que cuando me ven, me gritan: ‘¡Oye, Yorky, ponte el uniforme, compadre!’”.
“Pero yo, ni muerto. No sirvo como policía. Mire si es verdad, que jamás me acordaba de llegar cada día a la Unidad con las botas limpias”.