LA HABANA, Cuba.- La visita a Cuba del presidente estadounidense Barack Obama, anunciada para los días 21 y 22 de marzo próximos, ha generado un clima de expectación, dudas y mucha polémica. La llegada del mandatario representaría –en cierta medida– un avance concreto en el descongelamiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Pero detrás de la ebullición popular y las elucubraciones de los isleños, motivadas por la posibilidad de este inédito encuentro, hay posturas sobre las cuales sería provechoso argumentar.
El estado de opinión podría ser valorado, grosso modo, de acuerdo a tres grupos: los escépticos, los realistas y los excesivamente confiados en que la visita de Obama va a transformar, de un plumazo, la cotidiana realidad de la Isla. En ciertos sectores populares predomina el optimismo, aunque algo eclipsado por la noticia de que solo asistirán al juego entre los Tampa Bay y el equipo Cuba los privilegiados que aparecen en “las listas” preparadas por las autoridades cubanas. Pese a tal contrariedad, numerosos paisanos alzan sus pulgares y sonríen esperanzados, pues viene el presidente de los Estados Unidos.
Osvaldo, chofer de taxi, está prácticamente seguro de que con la llegada de Obama “la historia va a virarse al revés”. Cuando se le pregunta en qué se basa su convicción, no puede responder con exactitud. Sencillamente lo da por sentado, tal como los fieles asumen que Dios existe.
Cincuenta años de “socialismo” y emigración sostenida han acrecido el mito del poder de los Estados Unidos y, sobre todo, han hecho creer al pueblo de Cuba que el término del bloqueo es la única solución para salir del subdesarrollo. Para ciudadanos poco perspicaces, como Osvaldo, la ecuación es bien sencilla: Obama en Cuba es igual al levantamiento del embargo y es igual a la dimisión de Raúl Castro. A estos crédulos individuos no se les ha ocurrido considerar que el cese del embargo debe ser aprobado por el Congreso norteamericano, que Barack Obama se halla en la curva final de su mandato y que varios de sus posibles sucesores se han mostrado contrarios a las concesiones ofrecidas al gobierno cubano.
Michel, un joven y escéptico diseñador, cree que “la visita de Obama, por su importancia, solo va a generar un enorme impacto mediático (…) En términos de derechos humanos –entiéndase creación de partidos políticos o libertad de prensa– su presencia no cambiará absolutamente nada”. El itinerario del presidente ha sido preparado con meticulosidad suficiente para que la verdadera Cuba no se desborde en los lugares que habrá de visitar. Sin embargo, puede esperarse que la prensa estadounidense se aventure más hacia los márgenes de la escenografía hábilmente concertada.
Los cubanos que aguardan el acontecimiento con los pies bien anclados en la realidad nacional, desean que el matrimonio Obama no se deje engañar por un estadio Latinoamericano que estará al tope de su capacidad sin que uno solo de sus palcos haya sido colocado a disposición de los aficionados regulares. El presidente de Estados Unidos debe saber que estará rodeado de sujetos cuya función será ofrecer la imagen “oficialista” de Cuba, así como frenar cualquier excesiva muestra de simpatía al gobierno de Estados Unidos.
También debe saber que en La Habana Vieja han vetado a los borrachos cotidianos, a los mendigos y a los artistas ambulantes; que los restaurantes privados del Centro Histórico cesarán temporalmente; y hasta los boliteros van a interrumpir su oficio de usura, algo que no ocurre ni siquiera bajo amenaza de huracán. Los cubanos que ven la visita de Obama como una simple cuestión diplomática, solo esperan que el mandatario no se deje idiotizar. El resto es cosa nuestra, o al menos debería serlo.
En este sentido, una profesora de nombre María Elena opina que “esperar un cambio en la política nacional porque venga un presidente norteamericano (…) es como pedirle peras al olmo”. La sociedad cubana, tan heterogénea, desorientada y ansiosa de trasformaciones concretas que traigan beneficios en todos los niveles, se ha convertido en un histérico hervidero de posturas políticas –anexionistas incluso– no siempre bien fundamentadas. Si hoy Cuba carece de libertades ciudadanas y se ahoga en penurias y corrupción es porque en lugar del activismo político se ha elegido la pasividad, o la huida en el mejor de los casos.
En asuntos de política referidos al tema Estados Unidos-Cuba, tomar partido es una apuesta arriesgada: defender la soberanía equivale a ser tildado de lacayo; y exigir modificaciones constitucionales puede merecer el calificativo de apátrida. Si se mira el problema desde un prisma puramente nacionalista, sólo merece respeto el país que reclama sus derechos; no el que los pide de rodillas o espera, estoicamente, a que alguien de fuera le devuelva su dignidad.
En Cuba se ha olvidado que “patria” es un vocablo de fuerza mayor; aunque el régimen le haya atribuido taimadamente el mismo significado de “gobierno”, para culpabilizar a quienes no se conforman con una autocracia. Si se quiere un país con libertades políticas y una estructura económica que atraiga a los jóvenes en lugar de expulsarlos como ocurre a diario, más vale remover la conciencia ciudadana; algo con lo que Barack Obama no tiene nada que ver.