LA HABANA, Cuba.- “Una mujer lo que necesita es una esquina”. Así aseguró la filósofa María Zambrano al periodista que acababa de anunciarle, tras su regreso a España después de tanto exilio, que usarían su nombre para rebautizar una calle de su Málaga natal. Ha pasado mucho tiempo, y confieso que afirmo ahora la frase haciendo caso, únicamente, a mi memoria. Durante varios días busqué infructuosamente entre libros y revistas aquella excelente y divertida entrevista porque quería ser exacto al referirla, y ofrecer las fuentes, pero como no la encontré la menciono según la recuerdo.
Si vuelvo sobre ese aserto es porque creo que una esquina puede ser promisoria. Ese margen puede ser final, pero también inicio, adelanto de lo que vendrá. Muchos de los que contemplan a una mujer detenida en una esquina terminan creyendo que ella aguarda una sorpresa, y hasta que puede ser el milagro que encontrará de pronto quien consiga ese punto en el que las dos calles se funden, ¿en un beso? En una esquina, diría un amigo, uno está más cerca del maravilloso decúbito supino, y de este al decúbito prono no hay más que un paso, es decir, un giro, una vuelta muy breve, y en redondo. En una esquina puede estar la felicidad, pero quizás no.
Sandra sigue suponiendo que su felicidad tiene relación con las esquinas. Ella, a pesar de su juventud, las conoce muy bien, y hasta menciona sus “bondades”, apuesta a que su prosperidad depende de una de ellas. Esta jovencita tan aferrada al margen de las calles en realidad no se llama Sandra, pero como me ha pedido que no revele su identidad me decido por ese nombre, y así hago homenaje a aquel texto que escribiera Luis Manuel García en un número de Somos Jóvenes, allá por el año 1987; aquel texto emblemático que despertó la ira de Carlos Aldana, y al que ya me referí hace pocos días en CubaNet.
Esta otra Sandra tiene ahora dieciocho años, y desde hace cuatro supone que su suerte puede estar en ese punto en el que dos calles se encuentran. La primera vez esperaba por su madre, creía que iba a llegar en una de las guaguas de la ruta 265; por eso se apostó en una de las cuatro esquinas que forman la Calzada del Cerro con la de Primelles, para verla cuando se bajara en la farmacia de Primelles. Estaba hambrienta y deseosa de ver llegar a la “mujer que la parió”, así la llama, a la misma edad que ella tenía entonces. Esa tarde, como casi todas, no tuvo llaves para abrir la puerta de su casa, y esperó…
A las siete de la noche notó la llegada de aquel hombre. Tenía treinta años y apareció montado en una motocicleta, vestía bien, le sonrío y ella le dijo: “¿Qué tu miras? ¿De qué te ríes?”. El volvió a sonreír y se bajó de la motocicleta, caminó hasta donde estaba sentada, al lado del busto de José Martí que todavía está en aquella esquina que arman Cerro y Primelles. El hombre quiso saber si esperaba a alguien y ella dijo que no le importaba. “Si es a tu novio no sigas esperando, una muchacha como tú no merece que la hagan esperar”. Aunque ella no respondiera el no cejó, la invitó al Cupet que está en Boyeros y Ayestarán. “Te tomas un refresco y yo una cerveza”, insistió el hombre, y aunque ella volvió a negarse él continuó.
Sandrá aceptó más tarde, cerca de las nueve de la noche, y los dos subieron a la moto. Fueron hasta el Cupet. Cuando él le ofreció un sándwich ella dijo que si, y también un refresco. Más tarde vino la primera cerveza, y luego otra. Amaneció en una habitación que rentaron en una casa en Nuevo Vedado. Esa noche el hombre de la moto la dejó dormir, y la despertó temprano. La jovencita fue a la escuela. La madre ni siquiera se enteró de que la hija había dormido fuera, como ella. Al día siguiente la niña esperó otra vez en la misma esquina, y volvieron a hacer el mismo recorrido. Otra vez pasaron frente a aquel edificio que ahora es un albergue para familias sin casa, y que antes fue una posada muy conocida en toda la ciudad. Sandra le contó a su acompañante que su abuela iba mucho por allí, “cuando era una posada”, y que allí mismo la preñaron, y que luego nació su madre.
Durante semanas, meses, Sandra esperó al muchacho en Cerro y Primelles. Durante semanas, meses, pasaron por el Cupet, y luego iban a alguna habitación que rentaban, cada vez en una casa diferente. Él fue muy cariñoso para conseguir de ella todo cuanto quiso. Habían pasado dos meses cuando tuvieron “sexo de verdad”. Ese día él le regaló un vestido, unos zapatos de tacón, un perfume. Aunque no salieron de la habitación él le pidió que se vistiera y ella aceptó, se paseó delante de él, encerrados en la habitación, los dos reían. Tomaron una cerveza y luego otra, hasta que se metieron en la cama para tener “sexo de verdad”.
A la mañana siguiente Sandra no fue a la escuela, ni al otro día. Sólo abandonaron aquel cuarto de alquiler cinco días después, porque su “novio” le insistió en lo preocupada que debía estar su mamá, pero después ella comprobaría que no era cierto porque lo único que hizo su mamá fue celebrar el vestido y los zapatos de tacón, y en la noche se puso el vestido y calzó los zapatos de tacón, sin que se los pidiera prestados a la hija, y se fue a la calle, pero el novio de la muchachita no se puso bravo cuando se enteró, y hasta dijo que le compraría más, y le compró más…
Así se vieron durante meses, a escondidas, siempre en cuartos diferentes, hasta que el novio consiguió para ella un carné de identidad que aseguraba que Sandra tenía dieciocho años. Aunque no aparentara esa edad nadie iba a negar lo que decía el carné. Así se fueron relajando y las salidas se hicieron cada vez más seguidas, y más seguidas las ausencias a la escuela, y más seguida también fue la indiferencia de la madre de Sandra. Hasta que una tarde, la muchachita y su novio se encontraron con la madre en alguna esquina de la ciudad. Sandra no le dio mucha importancia pero su mamá sí, por eso le pegó dos bofetones y la agarró por los moños. Al muchacho lo llamó “hijo de puta”.
Sandra hace conjeturas cada vez que quiere saber las razones que llevaron a que su madre se escandalizara tanto, y las que hicieron que su novio desapareciera para siempre, pero todavía no consigue ninguna explicación. Su mamá volvió al día siguiente a las andadas pero ella espero unas semanas a que apareciera su novio de treinta años. Sandra ya tiene dieciocho y cambió un montón de veces de esquina, y de “novios”. Cuando terminó la secundaria decidió que no estudiaría más. A veces anda por Santa Catalina, otras por Vía Blanca; algunas noches va a La Habana Vieja, o al Vedado, y hasta se encuentra con su madre, que siempre le pregunta lo mismo: “¿Hiciste algo?”.
Sandra conserva la esperanza, cree que algo bueno le pasará en alguna esquina. “Lo mejor sería encontrarme a un extranjero”. Eso busca cada noche, como su madre, como también hizo su abuela, aunque esta última todo lo que consiguió fue enfermarse de sida y murió hace años, cuando Sandra no había cumplido los siete. Al parecer las esquinas no son tan buenas para las mujeres de esa familia. Sandra ha envejecido mucho en sus esquinas. Nadie cree que solo tiene dieciocho años. Quienes la conocieron hablan mucho de su anterior belleza. Ahora aparenta diez años más de lo que tiene.
Son muchas las mujeres en la ciudad que no encontraron todavía la esquina de su suerte, pero siguen aferradas y no dejan de buscar. Aunque no sepan quien es María Zambrano y mucho menos lo que dijo, suponen, como la escritora, que una esquina de cualquier calle es más que suficiente para que una mujer encuentre finalmente la suerte. Muy poco tienen en común estas mujeres con la filósofa española, sin embargo una, y también las otras, creen en la suerte que puede traer a una mujer escoger una buena esquina. ¿Dónde estará la razón?