GUANTÁNAMO, Cuba.- Opinar a favor o en contra del gobierno cubano divide y, la más de las veces, provoca furibundos ataques. En cualquier parte de la red hay artículos de los castristas asegurando que aquí no se violan los derechos humanos, algo que sí ocurre cotidianamente —según ellos— en otros países donde la violencia es sistémica.
Tienen razón en parte. En Cuba —¡gracias a Dios!— no tenemos bandas criminales como la maras centroamericanas, ni mafias de la droga que han llegado a penetrar las estructuras de poder. Aquí la violencia física y psicológica es ejercida sistemáticamente por un estado totalitario —la única banda permitida— contra la ciudadanía, especialmente contra quienes son discriminados por desear un proyecto de país que no coincide con el que ha impuesto el castrismo. Por esa razón los opositores y periodistas independientes son vigilados, despojados de sus bienes sin derecho a reclamación alguna, encarcelados, sancionados en procesos espurios o lesionados en la vía pública. Y aunque la violencia todavía no ha alcanzado la magnitud de los países mencionados ha habido crímenes horribles e impunes semejantes al de los jóvenes de Ayotxinapa, como la matanza del Río Canímar en Matanzas, en la década de los setenta del pasado siglo, el derribo de las avionetas civiles de Hermanos al Rescate en aguas internacionales durante los años noventa y el hundimiento del transbordador 13 de Marzo en la primera década de este siglo. Sólo que estos crímenes no existen para los eruditos funcionarios de la Organización de Naciones Unidas (ONU), ni para los diplomáticos y presidentes del mundo occidental.
Pragmáticos como son, los políticos tienden a resolver lo que les urge, se desentienden muchas veces de las esencias y de la ética. Porque si en un país se cometen mil violaciones diarias a los derechos humanos y en otro sólo quinientas es obvio que en el primero hay más problemas pero no significa que el segundo esté bien.
La hipocresía y el silencio terminan robusteciendo la maldad y asquean cuando provienen de figuras públicas que deberían ser paradigmas éticos. En la mayoría de los países latinoamericanos sus presidentes son demócratas convencidos, electos por el pueblo. Cuba es la única excepción. En sus arengas, esos mandatarios defienden la democracia como sistema político y exigen a los EE.UU que levante el embargo contra Cuba pero jamás han cuestionado en ninguna reunión al castrismo, ni han hecho siquiera un tibio pronunciamiento para que se respeten todos los derechos humanos. La honrosa excepción fue el fallecido presidente Flores, de El Salvador.
Recientemente refiriéndose a la Ley de Ajuste Cubano, el señor Luís Guillermo Solís, presidente de Costa Rica, ha dicho al presidente Barack Obama que debe cambiar las medidas que —según él— constituyen una circunstancia muy atractiva para que los cubanos abandonen la isla, obviando que la causa real del éxodo indetenible en este país es la existencia de un gobierno autoritario que desde 1959 desconoce y viola sistemáticamente elementales derechos humanos y que el éxodo de los cubanos no es sólo hacia EE.UU sino hacia cualquier lugar del mundo donde puedan sentirse precisamente humanos. Tal omisión, viniendo del presidente del país latinoamericano que más ha honrado a la democracia, duele, y mucho.
Es verdad que la seguridad del estado no asesina a los opositores-todavía-, pero sus miembros dan riendas sueltas a sus frustraciones, miserias y cobardías golpeándolos, humillándolos, encarcelándolos, despojándolos de sus bienes y condenándolos al ostracismo.
Cuba es un nítido ejemplo de cómo la política ha transgredido los límites de la ética. El gobierno cubano afirma públicamente que haberse sentado a conversar con el gobierno norteamericano es una muestra de civilidad. Lo mismo ha reiterado en el caso de las conversaciones entre el gobierno de Colombia y los guerrilleros, sin embargo se niega a sentarse a discutir las diferencias con los opositores pacíficos cubanos. El castrismo asegura –e incluso lo ha consignado en la Constitución de la República— que toda discriminación es lesiva a la dignidad humana, sin embargo persigue a los opositores, les impide trabajar, les niega la posibilidad de exponer su proyecto de país públicamente y de someter sus ideas al escrutinio popular. Los pocos derechos humanos que reconoce y cuya ejecución dispone según su conveniencia, son violados también sistemáticamente.
Si hastiado de tanto atropello algún día un cubano retomara la idea de Antonio Maceo de que los derechos no se mendigan sino se conquistan con el filo del machete y, consecuentemente, eligiera la lucha armada como única solución para esta crisis interminable, no faltarían los testaferros que lo calificarían como terrorista, con toda la carga peyorativa que el término carga en este momento histórico. Y esos mismos defensores del castrismo, incapaces de reconocer el más mínimo de los abusos, maestros ejemplares del denuesto y la descalificación gratuita, también olvidarían al calificar a ese cubano, a los cientos de compatriotas que perdieron sus vidas en un cine o asesinados a traición, gracias a las bombas y tiros por la espalda de los “heroicos combatientes de la clandestinidad”. Así andan la política y la ética en el país que más daño antropológico ha sufrido en Occidente.