LA HABANA, Cuba.- Isela servirá carne de res en el cumpleaños de su esposo y eso la hace una persona afortunada en un país donde algunas comidas pueden llevarte directo a la cárcel.
Ella, adaptada a la adversidad del entorno, decidió correr el riesgo y salió, tarde en la noche, a comprar dos libras de filete allá donde algunos le dijeron que pudiera haber, siempre que, en el frigorífico de las cercanías, todo marche bien, es decir, no hayan auditorías estatales, operativos policiales o incendios devastadores como el ocurrido recientemente en un almacén de Arroyo Naranjo.
La carne de res, desaparecida de nuestros deprimidos circuitos comerciales debido al control por parte del gobierno y destinada al consumo en los sectores más exclusivos de la sociedad cubana, es traficada en el mercado negro de la isla desde hace más medio siglo y, en consecuencia, sus habilidosos mercaderes, han desarrollado múltiples estrategias para sortear los obstáculos que le impiden llegar a la mesa de la familia cubana.
Un escenario a ratos similar al de los narcos en México es el que describe Yosvani, quien cumpliera sanción durante casi diez años por dedicarse al tráfico de carne de res a finales de los años 90, mientras trabajaba como nevero de uno de los frigoríficos más grandes de La Habana, ubicado en las cercanías del Reparto Eléctrico:
“Cuando la cosa se puso más difícil, hicimos un túnel en la parte de atrás de las neveras y por ahí se metía Juanca, que era el más flaquito, y sacaba las bolas (de carne) o las metíamos en el hueco hasta que venía alguien y las sacaba. (…) A veces decíamos que había tupición para que viniera el carro a destupir la fosa y entonces ahí sacábamos la carne. (…) La envolvíamos bien, la metíamos en una pila (muchos) de naylons y ¿quién iba a revisar el carro fosa?”
Tomás, trabajador del mismo frigorífico y que cumpliera sanción junto con Yosvani, también recuerda otras peripecias para sacar la carne, en una época donde la escasez de alimentos alcanzó dimensiones de hambruna:
“Era Periodo Especial, no había nada y, cuando uno entraba a las neveras y veía toda esa carne, aunque uno no quisiera, tenía que robar. Nadie trabajaba en el frigorífico si no era para robar toda la carne que pudieras (…). Cuando la cosa estaba suave simplemente llenábamos las botas (…). Usábamos botas de agua para entrar a las neveras (…) gorros y abrigos y todo eso servía para esconder la carne (…). A veces rompíamos las neveras para que tuvieran que trasladar la carne a otras naves y en ese lío todo el mundo salía ganando porque la carne que se descongelaba la dábamos por pérdida por falta de frío. (…) No dejaban que nos la lleváramos pero nosotros cuadrábamos con la gente que venía a certificar que estaba echada a perder y cuando se la llevaban para quemarla jamás llegaba al basurero. (…) Había hambre y era extraño que alguien se pusiera pesado. Hasta los policías se llevaban lo suyo”, comenta Tomás.
Con el paso de los años la realidad no ha variado en mucho y aunque la escasez de alimentos no ha alcanzado aún el dramatismo de aquellos tiempos, el comercio clandestino de la carne se ha perfeccionado según el gobierno ha ido “puliendo” sus mecanismos de fiscalización.
En Cuba no existe el concepto de propiedad privada para el ganado vacuno. Todos los animales, aunque sean nacidos y criados en fincas particulares, pertenecen al Estado y es este quien decide el uso que ha de dársele a cada una de las piezas.
Para evitar ilegalidades como el sacrificio de las reses, el gobierno, que castiga hasta con veinte años de cárcel a los infractores, obliga a los campesinos a un reconteo mensual auditado por el Ministerio de la Agricultura. No obstante, los ganaderos, lejos de reaccionar con protestas y reclamos, han encontrado vías para burlar la ley.
Vicente, un campesino de la provincia Mayabeque, con autorización estatal para practicar la ganadería en pequeña escala, habla de las tácticas usadas por otros criadores para obtener carne de aquellos animales sobre los cuales solo tienen derechos muy limitados.
“Cuando una vaca está preñada se ponen de acuerdo con el veterinario para que este certifique que no está preñada o si la vaca tiene dos terneros certifican que solo parió uno. (…) También ocurre que los amarran cerca de las líneas para que el tren los golpee, viene la policía, certifica que fue un accidente y cada cual se salva con algo”, describe Vicente.
Otras prácticas habituales en los campos cubanos permiten que la carne no falte en las mesas de los campesinos. Ernesto, ganadero también de Mayabeque, nos habla de algunas:
“A veces se ponen de acuerdo con los matarifes y todo queda como un robo. Eso ocurre bastante. También se ponen de acuerdo con el veterinario para sacrificar un animal que está sano. Dicen que está enfermo y ya. (…) Todo el mundo tiene más animales que los declarados, si no para qué buscarse tanto dolor de cabeza. (…) Si tienes cinco animales, tu declaras esos cinco y los otros los crías en el monte, ahora, si te matan uno, no puedes denunciarlo y eso es lo que pasa con los matarifes, si se enteran que tienes una vaca escondida, te cazan la pelea”, dice Ernesto que, además, explica cómo hacen para ocultar los rastros de la matanza clandestina:
“Con una vaca que mates tienes carne para un año pero no puedes guardarla en la nevera porque eso es un explote seguro. Más años (en la cárcel) te echan por (matar) una vaca que por un ser humano (…). Por aquí no se ve porque la carne se vende rápido, esto está muy cerca de La Habana y hay muchas paladares (restaurantes privados), en minutos se te va de las manos una vaca entera pero en Camagüey, por ejemplo, los guajiros tienen saladeros escondidos. (…) La mayoría lo que hace es enterrar tanques de fibro (fibrocemento) en el monte donde guardan la carne salada. Aquí hay gente que lo hace también cuando es para consumo propio, son guajiros que saben que si venden, se meten en tremendo lio. (…) Cuando se mata una vaca tienes que deshacerte rápido de todo, limpiar bien el terreno para que no quede ni una gota de sangre. (…) No puedes quemar los huesos ni el cuero porque el olor te descubre. Hay gente que se dedica a desaparecer todo eso. Está el guajiro que sabe cómo hacerlo, si no, llaman al matarife y este se encarga de todo (…). Sé que usan cal viva y cloro, tanques de cloro, por tanques”, comenta Ernesto.
Solo un par de tiendas estatales en La Habana comercializan, a precios no asequibles a la mayoría, la carne de res, cuya ausencia la ha convertido en verdadero “manjar de culto” para los cubanos que viven en la isla.
Cocinarla y comerla, además de ser casi siempre un acto clandestino, es la consecuencia de una larga batalla librada en esa extensa cadena de peligros que constituye el día a día de un ciudadano de a pie.