GUANTÁNAMO, Cuba.- Al presidente norteamericano se le podrá acusar de impulsivo, irreverente, que no es un político de carrera, que solo defiende los intereses de la élite del poder y muchas cosas más, pero lo que sí ha quedado claro desde su campaña por la presidencia de los EE.UU. es que expresa lo que siente.
En su primera intervención ante la Asamblea General de la ONU, calificó al gobierno cubano de corrupto y desestabilizador y afirmó que no levantará las sanciones contra Cuba hasta que el castrismo no emprenda reformas fundamentales, entiéndase por ello que se respeten todos y cada uno de los derechos humanos y que estos sean incorporados a la legislación cubana, un propósito incumplido por la legislatura que pronto terminará su mandato, la cual también se comprometió públicamente a reformar la Constitución, la Ley Electoral, la Ley de Procedimiento Penal y el Código Penal entre otros importantes instrumentos jurídicos.
Como se esperaba, ha habido una respuesta inmediata del gobierno raulista y no hay que ser muy inteligente para notar que han retornado las turbulencias en el ambiente político de ambos países. En medio de esta circunstancia se encuentra el políticamente heterogéneo pueblo cubano, el que más sufre las consecuencias del enfrentamiento y que lleva seis décadas soñando con una vida digna, de real respeto a la institucionalidad, de progreso y paz.
El discurso del presidente Donald Trump, que ya algunos califican como uno de los más duros pronunciados en ese escenario, se une a los rumores que recientemente han circulado en las redes sociales y que apuntan a un posible cierre de la embajada norteamericana en La Habana, sobre todo debido al ataque sónico sufrido por más de una decena de diplomáticos norteños el pasado mes de abril y al que los medios oficialistas cubanos —tan apegados al periodismo objetivo como dicen que son— no han dedicado atención alguna, pues se limitaron a reproducir una nota oficial divulgada recientemente.
El presidente Trump ha retomado la línea dura contra el castrismo y sus adláteres venezolanos, quienes, como bien dijo, han sumido en la pobreza y el caos total a la riquísima nación sudamericana. Esta posición constituye una clara ruptura con la línea mantenida por el presidente Barack Obama, augura un retorno a las hostilidades y tiende a cortar el sostén de la única ubre que le queda al castrismo.
Soy partidario del diálogo para resolver civilizadamente las diferencias y estoy convencido de que la supremacía de los EE.UU. no radica en sus extraordinarios logros científicos, económicos, culturales , sociales y militares, sino en su probada historia democrática y en las grandes reservas morales de su pueblo, las que han inspirado en los últimos 241 años a ciudadanos de todas partes del mundo para luchar por una vida digna en un ambiente de tolerancia. Pero ningún proceso de acercamiento o de solución de diferencias puede ofrecer resultados positivos mientras una de las partes adopte una posición de inflexibilidad y atrincheramiento.
Eso es lo que ha hecho el gobierno cubano. Cada vez que los representantes de los EE.UU. y de Europa Occidental le han pedido que respete los derechos civiles, sociales, económicos, políticos y culturales tal y como aparecen en los documentos jurídicos internacionales y son interpretados por la comunidad de naciones a la que pertenecemos, los castristas responden que tienen una visión diferente de tales derechos y que tratar de imponerles otro punto de vista menoscaba nuestra soberanía.
Se trata de un argumento que distorsiona la tradición histórica cubana. La interpretación que el castrismo le da hoy a los derechos humanos fue asumida luego de incorporarse a la geopolítica de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Ella no se corresponde con la historia del constitucionalismo cubano desde la manigua mambisa, ni con los objetivos plasmados en los documentos fundacionales de la revolución anti batistiana, ni con la común interpretación que todos los países del hemisferio occidental dan a esos documentos. Por otra parte, la soberanía reside siempre en el pueblo, no en una clase privilegiada que dice representarlo sin haber sido elegida por él para ocupar importantes puestos gubernamentales.
En Cuba ni el presidente del Consejo de Estado (CE) ni este importante órgano de gobierno son elegidos por el pueblo sino por los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) previa propuesta de la Comisión de Candidatura (CC), designada a su vez por la élite del poder. Todo cubano serio sabe que a ese nivel ningún diputado tiene el valor de cuestionar la presencia de alguno de los propuestos para formar parte del CE, mucho menos para presidirlo. Estos diputados tampoco son elegidos por el pueblo, sino por la misma CC. Los diputados a la ANPP son alrededor de 615 personas. Suponiendo que la población con derecho al voto en Cuba fuera de seis millones, estos diputados representan sólo el 0.01025 % de esa población. ¡Y aun así los representantes del castrismo tienen la desvergüenza de mencionar la palabra soberanía cuando el 99.8975% de la población con derecho al voto no puede elegir a sus gobernantes, ni participar activamente en la toma de decisiones sobre aspectos medulares de nuestra actualidad!
Tales decisiones son tomadas por un grupito de privilegiados, discriminadores de quienes no piensan igual que ellos, a quienes reprimen con todos los medios a su alcance cuando intentan exponer pública y pacíficamente sus proyectos. Esos privilegiados están agrupados en un partido comunista que jamás fue elegido por el pueblo y que se le impuso a este cuando los principales dirigentes de la revolución que alguna vez fue esperanzadora optaron por traicionar los ideales democráticos consignados en La historia me absolverá, El Pacto de México y El Pacto de la Sierra.
Estamos ante un nuevo capítulo de incertidumbres en cuanto a las relaciones entre Cuba y los EE.UU. Lo que sí sé es que Donald Trump no tiene pelos en la lengua.