LA HABANA, Cuba.- El asesinato del expresidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy continúa siendo un misterio, aunque las hipótesis han abundado y continúan suscitando interés más de medio siglo después. No hay dudas sobre la identidad de su asesino, Lee Harvey Oswald; pero ciertas razones comprometedoras que apuntan indistintamente a la antigua Unión Soviética, Cuba y la propia Agencia Central de Inteligencia, han mantenido el brutal atentado contra el joven demócrata como uno de los grandes enigmas de la historia contemporánea.
Recientemente, miles de documentos relacionados con el suceso han sido desclasificados, y varios analistas especulan acerca de la posibilidad de que la verdad sobre la participación de Cuba en el mismo, sea revelada. Demostrar —aunque sea con carácter postmortem— que Fidel Castro estuvo involucrado en el magnicidio, sigue siendo el sueño dorado de muchos; pero si bien hubo pistas que apuntaron a la naciente revolución cubana, también es cierto que en el contexto de la Guerra Fría de los años sesenta, la muerte de Kennedy sirvió a diversos intereses.
La sospecha recayó sobre Cuba, en primer lugar, por la Crisis de Octubre acontecida en 1962, que agudizó las contradicciones con la Casa Blanca debido a la amenaza territorial que representaron los soviéticos gracias a la permisibilidad de Castro. El apoyo incondicional del caudillo al Kremlin no dejó dudas sobre su colaboración en lo que, según alguna de las plausibles explicaciones, habría sido un expediente de Kruschev contra su Némesis.
Esta posibilidad no fue comprobada; de hecho, otras fuenten sugieren que Kennedy, tras la Crisis de los Misiles, intentó establecer una suerte de convivencia pacífica con el socialismo de Castro. Su decisión de detener la operación “Mangosta” y ponerle freno a la actividad antifidelista en suelo estadounidense, no fueron bien vistas por la facción más radical de la oposición cubana en La Florida. Para ellos, como para ciertos activos de la CIA, el demócrata se estaba decantando hacia la soft politics frente a un sistema de gobierno que iba derecho al totalitarismo y era considerado un aliado del polo comunista liderado por Moscú.
Aunque Fidel Castro odiara al libertino y diletante Kennedy con todas sus fuerzas, la muerte del joven presidente no supondría el fin de las hostilidades hacia Cuba, y una invasión podía ser apoyada por cualquier administración norteamericana, fuera demócrata o republicana. En este sentido, y aunque no confiara ciegamente en la promesa hecha por Kennedy a Kruschev de no invadir Cuba, al menos aquel compromiso era más de lo que podía esperar de futuros mandatarios estadounidenses, probablemente más reaccionarios y con certeza desligados de la atadura moral que supone la palabra dada.
Entre tantos puntos de tensión, lo que convierte a la Isla en un foco delirante es el infortunado hecho de que Lee Harvey Oswald era un ferviente admirador de la revolución cubana y de Fidel. La oscura trayectoria de este individuo en el mundo del espionaje lo vinculaba ideológicamente al estalinismo, económicamente a la CIA y éticamente al socialismo amorfo impulsado por Castro.
Cuando la prensa norteamericana reveló quiénes eran los ídolos del asesino, los ojos del mundo se volvieron hacia el enemigo más próximo a Estados Unidos, quien además no había tenido reparos en criticar a Kennedy con virulencia. La oportuna intervención de Lyndon Johnson —entonces vicepresidente y sucesor de Kennedy— para aclarar que había pocas probabilidades de que el ataque hubiera sido ordenado “desde fuera”, calmó las aguas.
La turbulencia de aquellos años iniciales de la década de 1960, con la escalada belicista en Viet Nam y la permanente tensión con la URSS, dejó el caso Kennedy en el limbo de los Secretos de Estado. Hasta el momento, y a pesar de las especulaciones, lo único que vincula a Cuba con el asesinato del presidente, es la extraña coincidencia de que algunos de los nombres implicados en la muerte del mandatario demócrata, también participaron en la organización de atentados contra Fidel Castro.
Aparentemente, hasta ahí llega la madeja. Es poco probable que entre los miles de documentos desclasificados emerja la revelación definitiva sobre el concurso de Castro en aquel atentado del 22 de noviembre de 1963. Quizás no se esclarezca nunca lo ocurrido porque en aquel momento todos los motivos posibles, descabellados y grotescos, salieron a la luz. Las grandes mentes políticas saben que no hay nada mejor para despistar a la opinión pública que una cortina de humo.
La sospecha, sin embargo, no desaparecerá, al menos en lo que concierne a una participación indirecta por parte de Cuba. Si Ramón Mercader, verdugo de León Trotsky en favor de la dictadura bolchevique de Stalin, vivió durante años discretamente en la Isla, no sería sorpresa que hubiese alguna conexión de extraña naturaleza entre La Habana y Lee Harvey Oswald.