BORDEAUX, Francia.- En 1963, cinco años tenía yo en aquel Camagüey de mi infancia cuando una tarde, casi al anochecer, se armó un tumulto frente a la casa de un señor al que todos llamaban El Maestro, en mi mente de niño, tal era su nombre: El Maestro.
Hoy me digo que quizá él fuera un hombre discreto, de modales alejados del salvajismo macho-revolucionario que entonces estaba de moda en la isla de Cuba donde muchos trataban de imitar los gestos y las palabras teatrales de un Fidel Castro, a la sazón, dueño y señor del país. Siempre pasa así, los pobres diablos imitan al lobo alfa en una especie de comportamiento grotesco.
Creo que, por aquella época, a esos tumultos no se les llamaba todavía “actos de repudio”, no sé el nombre que les daban a esos actos horribles durante los cuales las víctimas podían haber sido asesinadas sin que nadie (o muy pocos) levantara un dedo y mucho menos la voz.
“Actos horribles” pero, en realidad, son fenómenos sistémicos cuando un reducido grupo de personas se mantiene en el poder por la fuerza. Eso pasó en Francia durante y después de la Revolución de 1789 y se ha repetido miles de veces en otros países cada vez que la fuerza triunfa e impera.
El Maestro y su esposa tenían un coche francés de marca Rambler. Recuerdo que alguien corrió la voz de que pretendían marcharse del país hacia “el norte”; en aquellos tiempos en Cuba se decía “fulano se fue pa’l norte” y, aquella tarde, los camaradas enardecidos y manipulados rompieron botellas en la rampa de acceso al garaje donde El Maestro guardaba el Rambler.
La intención de esa gente era pinchar los neumáticos, lo cual no les bastó: también dibujaron con pintura roja una enorme hoz y un martillo en la puerta del garaje para humillar al Maestro y a su esposa, para significarles que el país de ellos ya no era el país donde habían nacido, porque ellos habían muerto socialmente. Los presentes en aquel auto de fe no tenían la fecha exacta de sus muertes pero el caso es que El Maestro y su esposa habían muerto.
A ese mecanismo represivo de destrucción de los individuos los antiguos romanos le llamaban damnatio memoriae, que era como una especie de olvido post mortem, y así fue como el Maestro y su esposa se esfumaron. Nadie nunca más supo de ellos. Seguramente se marcharon de Cuba.
¿Dónde estarán?, ¿habrán muerto?, diera algo por saber.
Era tan fácil aceptar el hedor de la horda en vez de resistir, era tan mágico todo: los uniformes, las becas, la jerga pachanguera y soez y aquella sociedad donde todo el mundo (para sobrevivir) simulaba estar de acuerdo con todo.
Aquella tarde en Camagüey los enardecidos, seguramente sobre aviso, esperaban a sus víctimas frente a la casa asediada cuando, lentamente, apareció el Rambler con El Maestro y su esposa. ¡Qué jolgorio!, ¡Qué borrachera de obscenidades gritadas a quemarropa, contra aquellas dos personas indefensas al paso del automóvil sobre vidrio de las botellas rotas! El Maestro se bajó, abrió la puerta del garaje, volvió al volante y cerró la puerta sin la más mínima expresión de rencor en la cara, como si hubiese sentido vergüenza ajena y lástima por aquellos infelices. ¿El Maestro acaso anticipaba el miserable medio siglo que aquella gente tendría que soportar a rajatabla?
Sin entonces poder conceptualizar aquel momento, comprendí mucho más tarde que aquella crueldad pública fue mi primer encuentro con el fascismo ordinario, algo inolvidable hoy, a pesar de mis años.