GUANTÁNAMO, Cuba.- Este 10 de mayo se cumplen 140 años de la muerte de María García Granados, “La niña de Guatemala”, joven muy vinculada a nuestro Apóstol José Martí cuando este arribó al país centroamericano luego de una breve estancia en La Habana.
Hija del General Miguel García Granados, presidente de Guatemala de 1871 a 1873, María fue una joven culta, nieta de la poetisa María Josefa García Granados, prestigiosa intelectual que fue su abuela.
En la casa del padre de María se realizaban tertulias donde Martí estrechó su relación con ella, siendo uno de los rumores más extendidos que entre ambos hubo una relación amorosa. Así lo refleja Wikipedia, que asegura que Martí quedó prendado de la joven en cuanto la vio y que se enamoró de ella. Pero no creo correcto ese enfoque si lo contrastamos con otros ofrecidos por Jorge Mañach en su artículo “Los amores y el amor en Martí” y Luís Toledo Sande en “Cesto de llamas”.
Usted puede hablar con muchos cubanos y hay una alta probabilidad de que refieran que el Apóstol era un Don Juan. Pero desconocen las penurias que sufrió el Apóstol en el exilio, la soledad en que tuvo que vivir, o sus ideas sobre la democracia y el proyecto de país que tenía en mente.
Por eso me parecen muy atinadas las observaciones de Mañach en el artículo de marras, quien aseguró: “Martí era un hombre, aunque por el vuelo de su espíritu a veces nos parezca un ángel”, frase que nos obliga a evaluar mesuradamente la vida del más grande de los cubanos y, en este caso, tener en cuenta las circunstancias en que se produjo su encuentro con la guatemalteca.
Cuando eso ocurrió Martí ya era abogado, un periodista brillante de reconocido prestigio en México y un orador extraordinario. Tales características en un hombre de muchísimo mundo para sus 24 años, removieron los cimientos de la sociedad guatemalteca. Algunos quisieron burlarse de él colocándole el sambenito de “Doctor Torrente” debido a su original oratoria, e intentaron cerrarle espacios, pero Martí también recibió el apoyo de las almas generosas que siempre surgen como un valladar ante la mezquindad. La mayor parte de esa sociedad se rindió ante la cultura, brillantez y sensibilidad de Martí, ¿cómo no habría de hacerlo La Niña de Guatemala?
Afirmar que Martí se enamoró de ella carece de sostén, porque sus cartas dan fe de su apasionado amor por Carmen Zayas Bazán entonces. Mañach calificó este episodio como “el favorito de las reticentes malicias y los aspavientos moralizantes, que se empeñan en pintarnos a Martí como un Don Juan, como un aventurero irresponsable del amor”. Y afirmó contundentemente: “Al calor del clima romántico en que se juntan, la niña se prende del poeta. Pudo este ahogar desde el primer momento en ausencia aquel amor incipiente. No lo hizo. Se limitó a “no dar esperanzas” a la joven. Le habló, hasta en versos, de su compromiso con Carmen Zayas Bazán. Supuso que las palabras delicadas bastan para contener el amor ajeno cuando lo cierto es que más bien lo alientan. Ella se aferró a su ilusión por lo mismo que tenía tanto de ensueño imposible. Y él no evade el dulce halago de aquella extática ternura. Por todo pecado Martí comete el que rara vez se puede y casi nunca se quiere evitar: dejarse querer”.
Luego de casarse con Carmen en México, Martí regresó a Guatemala, esta vez acompañado de su esposa, pero su estancia en la capital del país, salvo esa compañía, no le aportó más que sinsabores, y quizás el más grande fue la muerte de María el 10 de mayo de 1878, cuyo sepelio fue una gran muestra de duelo popular.
Un poema famoso y una leyenda de amor
Mañach afirma que quizás Martí tiene su cuota de responsabilidad en el fomento de los chismes sobre la presunta relación amorosa al publicar en 1890 el poema que le dedicó a la joven.
Luis Toledo Sande valora también objetivamente estos hechos y deja claro que Martí no era un hombre ligero y tenía un concepto muy alto del sentido de la responsabilidad moral, de la honestidad y del respeto hacia las mujeres. Un hombre apasionado por Carmen Zayas Bazán, comprometido ya para casarse con ella, jamás habría puesto en entredicho su conducta haciéndole promesas incumplibles a María.
Que haya publicado el poema doce años después de la muerte de María, en el que afirma que su frente era la que más había amado en su vida, ha llevado a algunos a cometer el desliz desconocedor de que la poesía es también sublimación del ente que se recrea. Así lo expresa atinadamente Mañach, a lo que añado que cuando Martí escribe el poema en 1890 —¡desde mucho antes!— del amor que existió entre Carmen Zayas Bazán y él no quedaba nada. ¿Quién puede asegurar que en esas circunstancias, habiendo sufrido el abandono de su esposa, Martí no recordara a la joven imaginando cómo habría sido su vida con ella, sublimándola?
Hay referencias muy explícitas sobre el dolor que sufrió Martí cuando su esposa lo abandonó. Él era la pasión generosa y desenfrenada por la libertad de Cuba y colocó ese sentimiento por encima de todo. Ella era la esposa que sólo tenía reclamos para una vida por un cauce de cordura. Pero a quienes aman la libertad no le quedan bien las bridas y por eso los acompaña, casi siempre, el drama inconmensurable de vivir recibiendo desconocimientos y traiciones.
Pienso que Martí, hombre de exquisita sensibilidad, recreó literariamente en 1890 lo que un momento determinado pudo ser y nunca fue. Del recuerdo de la muerte de esa joven que le ofreció su amor y de las lacerantes marcas de la soledad y los obstáculos, surgió uno de los más bellos poemas de amor escritos en lengua castellana, en el cual aprecio cercanías con el también famoso romance “Fidelia”, de Juan Clemente Zenea.
Los 140 años de la muerte de La Niña de Guatemala no han hecho más que acrecentar esta leyenda de amor. Según Wikipedia, trabajadores del Cementerio General de Ciudad Guatemala relatan que la tumba de María es una de las más visitadas en el camposanto y que las jóvenes guatemaltecas le piden ayuda en temas amorosos. También se asegura que esos trabajadores cuentan que una dama triste se aparece allí y pide que se adorne la tumba de la joven.
No me asombraría que alguien dijera haber visto a un hombre vestido de negro colocar sobre la tumba algunas flores, al tiempo que desde su mirada, seguramente una de las más tristes del mundo, volaba un alfiler de lágrimas.