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LA HABANA.- El viejo Edificio Sarrá, de cinco plantas, en la céntrica esquina de 23 y 12, en El Vedado, ha vuelto a pasar por una reparación capital y, luego de seis largos años de trabajo, parece que seguirá vivo un tiempo más, no tanto por beneficiar a sus moradores como porque a sus pies, en abril de 1961, Fidel Castro declaró el carácter socialista de la revolución.
Hasta entonces, para ganar tiempo mientras se reforzaba con los comunistas, había negado mil veces su credo, a pesar de que, según Marx, “los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos” y, por tanto, deben “proclamar abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente”.
El tirano en ciernes había preferido la simulación y el brutal engaño, como cumpliendo del modo más literal posible aquella frase de Ho Chi Minh: “El secreto, recuérdalo bien, siempre el secreto: que el enemigo te crea en el oeste cuando estás en el este”. Ese Este nos inundaría hasta el cuello muy pronto.
Es fácil comparar el edificio Sarrá con el socialismo por su decadencia, por el simbolismo de su tarja de bronce apuntando al cementerio de Colón, por su anacronismo y porque fue el propio Marx quien usó la metáfora de un edificio para describir el socialismo: la economía era la base para la superestructura ideológica, jurídica, cultural y política de la sociedad.
Cuando Marx dice que “todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”, pareciera que está hablando del derrumbe de su edificio del socialismo por doquier. O del Muro de Berlín.
Que la televisión cubana, en ocasión de los 200 años del filósofo de Tréveris, haya transmitido la pieza Marx en el Soho, del socialista libertario norteamericano Howard Zinn, debe haberle importado a pocos televidentes. Otra arenga teatral más, en definitiva, resonando sobre la destrucción y la desesperanza. Más significado habría tenido un Marx en el Gulag.
Claro, es el eterno intento de lograr que Marx sobreviva al fracaso y al horror de la aplicación del marxismo, porque la culpa de que se hayan cometido errores llevando a la práctica su doctrina no es suya, sino de sus discípulos, que no comprendían la esencia de su pensamiento. Por algo él mismo había negado ser marxista.
Además, que fuera un firme racista y partidario del imperialismo europeo, que despreciara a rusos y latinoamericanos y que se equivocara en su visión del capitalismo y la clase obrera, no desanima mucho a estos milenaristas. “Parece que el demonio dirige las cosas de mi vida”, se quejó su repudiado Bolívar. Otro que no sabía los demonios que lo esperaban en el futuro.
Hitler y Mussolini fueron socialistas declarados, y el alemán llegó a alardear de ser “no solo el vencedor del marxismo, sino su realizador”. La lista de los demonios genocidas no acaba con ellos dos y con Lenin, Stalin, Pol Pot, Mao Tse-tung, Kim Il-sung y otros “ingenieros de hombres”, que aniquilaban al ser humano real e imperfecto pero, no obstante, jamás lograban la producción en serie de un nuevo hombre.
¿De qué valió que Marx, a través de Engels, pudiera escribir su obra gracias a la plusvalía de los obreros de Manchester? ¿Que hay grandes aciertos en muchas de sus ideas? Pero ¿qué dirían las millones de víctimas que sufrieron y murieron incluso cuando se sentían tan marxistas como sus propios verdugos?
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Para la burguesía castrista, el creador del socialismo científico sigue más vivo que nunca. Aunque afirmara que la religión es “el espíritu de una época privada de espíritu” y “el opio del pueblo”, y que “la eliminación de la religión como ilusoria felicidad del pueblo es la condición para su felicidad real”, Marx se ha convertido en el más tóxico y duradero opio de los pueblos.
Muy joven era cuando escribió Escorpión y Félix, una novela humorística, que nunca terminaría y de la cual algún párrafo sería utilizado en el Manifiesto comunista. Cualquier suspicaz pudiera creer que sus posteriores escritos fueron intentos de concluir aquel relato satírico. Los jóvenes que, como el Quijote con las novelas de caballería, enloquecieron con las ficciones marxistas, saldrían al mundo con el sueño de la revolución socialista.
Para muchos de ellos el marxismo era como una «novela de aventuras», pues ¿qué aventura hay comparable a una revolución? Tan seductora como los relatos de Salgari. Pero ya se disipa en nuestros días la alucinación. Los jóvenes que huyen de Cuba o que hacen manifestaciones en Venezuela o Nicaragua, no quieren más cuentos heroicos de los supuestos salvadores de pobres.
Pero los marxistas totalitarios no descansan. No es que, necios, se empeñen en alzar un edificio cuya base fallida no le permite mantenerse en pie, ni que con frialdad y pasión inhumanas de científicos locos repitan el fracasado experimento social una y otra vez, ni que ignoren la historia. Es que Marx regala una utilísima coartada a los ambiciosos del poder absoluto, a los asesinos en busca de ideales, a los que imponen el odio en nombre del amor.
A veces se describe el socialismo como un “asalto al cielo”. La gran Torre de Babel que reta a Dios. Poética sublimación para describir el asalto a un país —o a varios—, el abordaje a un barco que luego, saqueado y arrasado, naufragará. Más que con la torre desafiante, el socialismo se relaciona con la construcción de muros, de sórdidos edificios, de monumentos ridículos y plazas para rebaños, que al final parecen restos de una antigua barbarie.