VILLA CLARA.- Todas las tardes, cerca de las dos y media, el Muñeco sale de su casa hacia el parque de Santa Clara. Anda con su agrietada guitarra a cuestas y toma asiento en uno de los pocos bancos bendecidos por la sombra, o en los portales contiguos al cine, ruta de turistas, “gente con dinero”, vendedores de dólares que celebran sus ganancias diarias con cerveza cristal. Espera a que algún transeúnte, borracho, o pareja de enamorados le pida un tema de José José, Silvio Rodríguez, María Teresa Vera… El Muñeco “canta lo que sea”. Con eso se gana la vida.
“Lo que cojo al día es para comer, no para tomar”, apunta. “Yo no tengo precio, me pongo contento con cualquier cosita que me den. A veces me dan un peso, cincuenta pesos, dos chavitos, hasta libras esterlinas y euros me han regalado los extranjeros. Siempre empiezo arranca’o y después me cae algo. A mí lo que me duele es estar arranca’o, ¿entiendes? Si no tengo dinero, ¿qué voy a comer?”
Muñe, Muñeco, Muñecón, así conocen a Omar Ramón Mirabal Jiménez en las calles, en los pueblos, en las paradas de ómnibus y ferrocarriles de toda Villa Clara. A sus 41 años se ha convertido en un personaje público, de obligada referencia para citar la jungla variopinta de esta ciudad al centro de Cuba. En uno de los bolsillos lleva consigo unas cuantas hojas desgastadas y amarillentas con infinidad de títulos de canciones que se ha aprendido con el tiempo. Su repertorio responde a la oferta y demanda de los gustos populares.
“Yo me he retratado con artistas famosos, pero no tengo las fotos. Una vez, vinieron a hacerme una entrevista, con cámara y todo. A mí nadie me enseñó a cantar, aprendí solo, con doce años. Oía las canciones en la radio y se me pegaban muy rápido. Conozco canciones desde la década prodigiosa hasta boleros tradicionales. Lo que sea, lo que me pida la gente”.
“No tengo trabajo, por eso canto en las calles. Fue un don que me dio la vida. Tengo una hermana que cuidar y mantener. Del dinero que me dan, la ayudo a ella. A mí me han querido conseguir algo, pero al final me han engañado”.
Muñeco solo pudo cursar la enseñanza primaria hasta cuarto grado. Le han dicho que “le faltan tres tornillos”, que “no sabe cantar”, que “se bañe”, que no es más que un “loco vagabundo”, un “retrasado mental”. Sus ropajes raídos, sus botas remendadas, lo muestran a primera vista como otro indigente más de Santa Clara. Está categorizado por muchos como limosnero, y lo ofenden, y lo maltratan con saña por su condición de errante.
“Muchas veces me cae tremenda tristeza porque se burlan de mí y me dicen cosas muy feas. Me ofrecen dinero para que me calle. Yo lo anoto todo, en estas hojas que tengo aquí en el bolsillo, para que no se me olviden”.
A menudo, Muñeco canta “El triste” y rompe con la inercia que hostiga a la plaza santaclareña, porque le gusta José José, porque hubiera querido pararse en grandes escenarios y convertirse en profesional, pero aclara que “los artistas tienen que tener presencia, ropa bonita” y, acto seguido, habla de que su hermana le prometió un abrigo para cuando llegara el frío.
Tampoco le permiten tocar en restaurantes ni en instituciones estatales, porque no pertenece a ningún centro de la música, porque no cursó academia alguna, porque, a los ojos de los decisores, resulta solo un deambulante, un cantor callejero con problemas mentales. Su voz, su instrumento, le resuelven el plato de comida a los cuatro inquilinos de la modesta vivienda que habita, que “se moja mucho, porque es de tejas y está muy malita”, describe. “Pero, tengo en un radio en mi casa. Eso sí”, apunta.
“Yo no pongo precio a lo que canto. No soy avaricioso, el día que lo sea, la gente no me va a escuchar más. Mira, no soy como los que usan los santos para pedir dinero, ni tengo una vasija grande para recoger lo que me dan. A veces, me regalan un vasito plástico y allí la gente me echa lo que puede. Los extranjeros me ayudan mucho. Algún día quisiera ir a otro país”.
A Muñeco lo han golpeado muchas veces de regreso a casa. Hace poco le rompieron el rostro con una botella y le desbarataron la guitarra. “Unos extranjeros me vieron y me compraron una. Otra vez, mi hermana me la apuntilló para que siguiera sonando, porque no tenía pegamento. No sabes la cantidad de golpes que yo he cogido en la vida. Por eso, no dejo que me agarre la noche en la calle”.
“Desgraciadamente”. Ese es el vocablo que más utiliza el Muñeco cuando hilvana sentencias sobre su vida. Se le ha perdido el lápiz con que el escribe en los pocos espacios en blanco del folleto doblado cuidadosamente en su bolsillo, y recogido, quizá, en un basurero de alguna escuela. “¿Ustedes no tendrán una libreta que regalarme, periodistas?”, suplica. Muñeco, ¿quieres seguir cantando en las calles?, preguntamos. “No debería ser así, pero tengo que hacerlo. Una vez me dijeron que me iban a ayudar, pero parece que me dijeron mentiras”.