LA HABANA, Cuba.- El nieto de mis vecinos vino a pasar las vacaciones con ellos. Antes de irse, la abuela le compró una mochila para la escuela, de esas que recientemente han anunciado por la televisión con personajes de animados cubanos. Pero cuando el niño la vio, no la quiso, y por muchos argumentos que los abuelos utilizaron, no pudieron convencerlo. Según la abuela, repetía una y otra vez: “No me gusta, ¡se van a reír de mí!”. Sólo se calmó cuando le prometieron que le iban a encargar una a un amigo que va de visita a Méjico.
Por la forma en que reaccionó el niño, no quedan dudas de que conoce el acoso escolar y se cuida de no ser una víctima (si no es que ya lo es). Por haber trabajado como educadora durante tantos años, conocí –y combatí– la violencia que ejercían algunos educandos sobre sus condiscípulos, por lo general niños tímidos, sobreprotegidos, o con alguna condición física diferente al resto del colectivo.
Desde hace algún tiempo ha aparecido una no tan nueva forma de acoso escolar dada por las desigualdades que padece nuestra sociedad desde hace más de medio siglo, la cual es una fuente de frustración que afecta el desarrollo escolar, y trae aparejada la burla, pérdida de la autoestima y la deserción escolar entre otra consecuencias. Me refiero al modo en que en el colectivo se valora la calidad (o más bien, el costo y procedencia) de los accesorios que acompañan el uniforme escolar (dígase zapatos, medias, mochilas, shorts para la educación física, adornos para el pelo), así como implementos escolares (libretas, plumones, gomas, instrumentos). Esta verdadera competencia es promovida, conscientemente o no, por los padres, y permitida por maestros, directores y funcionarios del sector sin valorar las graves consecuencias para los educandos: unos, lucen lo mejor y exclusivo, y se creen por ello superiores; otros, que por su situación económica no pueden competir, se sienten excluidos y pueden ser posibles víctimas del bullying.
Pero esta forma de acoso tiene varias aristas que en ocasiones van más allá del aula. Conozco el caso de una madre soltera con dos hijos de padre ausente. “La mayor”, dice orgullosa, “es muy buena, me ayuda mucho, es estudiosa y saca muy buenas notas”. Quiere estudiar economía. En estas vacaciones cumplió 15 años. Con el dinero que había ahorrado, la madre le compró ropa, y para satisfacer la curiosidad de sus condiscípulos sin desmerecer, le inventó una historia, “para que no se acompleje: las fotos se las va a hacer en Camagüey con su tío fotógrafo, y se pasó un fin de semana en una casa en la playa con su familia”.
Las burlas del colectivo por no estar “a la altura” producen en los adolescentes una sensación de exclusión dentro del grupo, y están entre las causas por las que una parte de los estudiantes de bajos recursos económicos dejan la escuela: unos, para trabajar, y la gran mayoría, sin un objetivo definido, van a engrosar las filas de los miles de jóvenes desocupados que hay en nuestro país.