LA HABANA, Cuba.- En Cuba suelen propiciarse los olvidos, y son muchos los sucesos que con mucha frecuencia desparecen de la memoria colectiva. Los más jóvenes solo conocen de “oídas” aquellas guerras acontecidas en África en las que se enrolaron miles de cubanos. Tales sucesos no se incluyen en los programas de estudio, y solo se mencionan si es que algún “líder” africano nos visita. Poco saben los más jóvenes de esos compatriotas que perdieron sus vidas en tierras tan lejanas, y sus existencias perduran únicamente en el recuerdo de familiares o amigos que tuvieron que resignarse con el regreso de un féretro donde se guardaban unos restos, sin que se tuviera la certeza de que se correspondían con los de aquel familiar que viajó para morir tan lejos.
Esas guerras nos devolvieron numerosos muertos y muchos enfermos de padecimientos endémicos de aquella geografía, y también nos devolvió a un “internacionalista” convertido en el primer portador detectado, y luego enfermo, con el virus del sida. Fue así que comenzó en Cuba la pandemia, y aunque era improbable que no llegara en otro momento, y por otras vías, esa primera detección es una realidad de la que no se habla con detenimiento en esta isla, quizá para no manchar nuestro “espíritu revolucionario de colaboración”.
Así comenzó esa historia, al menos es lo que hasta hoy conseguimos saber. Con ese detalle inicia su relato el doctor Jorge Pérez, quien estuvo al frente del programa que trazó el gobierno para detectar a los enfermos y a los nuevos portadores. Este hombre escribió dos tomos que cuentan los inicios de la pandemia y la “voluntad” que desplegaron sus gobernadores para “detenerla”. Apoyado en uno de los discursos más ególatras que leí, el médico narra los inicios de la enfermedad, y presenta las particularidades de ciertos casos, las historias de vida de algunos enfermos, para con ello demostrarnos su dedicación y el espíritu altruista de una “revolución sanadora y preocupada por sus hijos”.
Para probar el “revolucionario” compromiso del médico convertido en “escritor”, el tomo abre con un prólogo pleno en cursilerías y de anodina prosa que escribió Mariela Castro, quien intenta legitimar esas páginas, en las que se cuenta la relación de Pérez con los portadores y enfermos, quienes al parecer son personas irresponsables y lujuriosas, mentirosos, conflictivos, e incapaces de adecuarse al régimen de internamiento que se decidió para ellos, en un sitio cercano a ese templo donde los cubanos reafirman sus devociones a San Lázaro.
Y es bueno que esos silencios que gravitan sobre tan malvada segregación salgan ahora a la luz contados con el talento de Miguel Ángel Fraga, quien sufrió el rechazo y el aislamiento que conocieron los “sidosos”, como solía llamárseles. Casa cercada es un libro esencial para la historia cubana por la fuerza y fluidez de su prosa, porque habla de una dictadura que no encontró nada mejor que el encierro para “cuidar” la salud de la isla, en el breve espacio de otra isla. Los comunistas repitieron lo que ya antes habían hecho en las UMAP.
Resulta admirable este texto, sincero y doloroso, que exhibe un lustroso lenguaje. Su lectura me ha hecho recordar otros emprendimientos literarios incitados por el encierro o la prisión. Este excelente documento me puso frente al Martí de El presidio político en Cuba, volver sobre aquel Cervantes que contrapuso la escritura nacida del sosiego, del lugar apacible y la amenidad de los campos, a esa otra que se gesta desde la cárcel, y “donde toda incomodidad tiene su asiento”. Miguel Ángel me hizo recordar al Dostoievski recluido en la Siberia, al Oscar Wilde aislado entre rejas. Sus intenciones no están distantes de las que llevaron al Pablo de la Torriente Brau que sufrió el vigilado encierro en El presidio Modelo y que lo conminó a escribir. Él está situado cerca del Carlos Montenegro de Hombres sin mujer, de Plácido y de Juan Clemente Zenea.
Sin dudas existen fuertes vínculos entre prisión y creación literaria. La invisibilidad del preso, su marginalidad, ofrece enormes perspectivas al escritor y su literatura, y Miguel Ángel Fraga supo reconocerlo como pocos en su generación. Sus encierros se emparentan con los de Ángel Santiesteban, quien conoció la vigilancia y el castigo en carne propia y la hizo fluir sobre la blanca página.
De esos espacios destinados a anular y depurar habla el escritor. El apestado, el contagioso, consiguen visualizar ese enfrentamiento entre el espacio cerrado con su contrario y las distancias entre la libertad y la cárcel. En esas páginas se muestra como el poder obstaculiza con el encierro el intercambio con un aislado espacio exterior. Casa cercada es, sin dudas, una enorme bofetada al poder dictatorial del sanatorio, expresión y copia de esa dictadura terrible y poderosa que todo lo contiene.
Miguel Ángel Fraga se sitúa en las antípodas del poder y muy cerca de los relegados, desde donde denuncia la exclusión, la utilización de la fuerza y el encierro para conseguir la subordinación. Miguel Ángel Fraga consigue que asociemos su Casa cercada con las UMAP, pero también con un país dividido y vigilado. Casa cercada es una metáfora de la Cuba de ahora mismo. Casa cercada es el enfrentamiento de todos sus márgenes con ese “punto cero” desde donde se decide la suerte de toda la nación. Cuba es, no hay que dudarlo, esa casa cercada y enferma que narra este libro mayúsculo, y desde ya, imprescindible.