LA HABANA, Cuba. – Estuve cerca del epicentro de ese tornado que tanta angustia añadió a la nación cubana. Encerrado en mi casa percibí el crecimiento en la fuerza de los vientos, escuché los silbidos letales que anunciaban el desastre, y el sonido de sirenas en ambulancias y camiones de bomberos. En medio de la oscuridad y el encierro todo resultaba aterrador, incluso en la distancia. No había manera de saber lo que ocurría; ¿un accidente? ¿Algún derrumbe tras las lluvias?
Me sobresaltó luego el timbre del teléfono. “¿Están bien por ahí?” Era un amigo y le conté del nerviosismo de mi madre antes de que él me anunciara el tornado que azotaba su barrio, Santo Suárez. Y hoy supe que ese torbellino arrasador se había formado muy cerca de mi casa, en el Casino Deportivo, y hurgué en los estropicios que eran mostrados en espacios televisivos, y supe de los tres muertos iniciales al que hace un rato añadieron otro; y ojalá no lleguen más.
He visto en la televisión nacional algunas imágenes, y descubrí el empeño en hacer notar la figura presente del jefe de los Consejos de Estado y de Ministros, el mismo que hace unos días estrenara un reloj nuevo y muy caro. Allí estaba Díaz-Canel y el secretario del Partido Comunista en la provincia. Allí estaban el Partido y el Gobierno, discurseando, empeñados en hacer visibles los desvelos de esas dos instituciones, que tienen apariencias de ser la misma.
Como tantas veces, como en los múltiples desastres que frecuentan estas tierras, la prensa oficial hacía evidente la “cercanía del gobierno con su pueblo”. Las imágenes eran desoladoras, pero allí estaban los salvadores del pueblo, y la televisión se empeñaba más en visibilizar a Miguel Díaz-Canel, que a las muchas afectaciones y a sus afectados, quienes dejaban en claro su confianza en la “protección gubernamental”, en los esfuerzos desplegados.
Las madres que tuvieron que escapar de las instalaciones de “Hijas de Galicia”, el hospital materno, con sus hijos recién nacidos hicieron elogios del “personal de la salud”, de sus arrojos, y otra vez la “revolución” era ensalzada, divinizada casi, y Díaz-Canel seguía en el centro de todas las noticias y discursos, después de que saliera, supongo que desayunado, de ese barrio donde vive y que parece no ser azotado por desastres, que siempre está intacto, y es tan pródigo.
Esas dos masas de aire, una fría y la otra caliente, se enfrentaron en La Habana para que el gobierno desplegara sus estrategias, para que teatralizara sus humanidades, y ya veo venir las comparaciones; muy pronto contrastarán la eficiencia del socialismo frente a la negligencia de sus contrarios. Las ruinas que consiguen esos fenómenos en los Estados Unidos serán comparadas con la bienaventuranza que garantiza el poder cubano ante cualquier catástrofe. Y olvidarán que a esa Calzada de 10 de octubre, la Jesús del Monte a la que cantó Eliseo Diego, la destruyó el “tornado revolucionario”, y no este de ahora.
La “gran revolución cubana” discurseará otra vez, aunque no consiga adeptos, sobre la solidaridad que despierta el socialismo en sus devotos, intentará demostrar la fascinación con sus muy “humanos procederes” ante catástrofes como estas, amparados en una supuesta operatividad, en las bondades de su proyecto y en las acciones que despliega con ostentación. Eso es lo que acostumbra hacer la tal “revolución”.
Y así ocurre porque sus “devotos” no le hacen reclamos. Habría que inquirir a la “revolución”, preguntarle porque son cada vez mayores los estragos que dejan en Cuba esos fenómenos naturales con los que vivimos desde siempre. La respuesta es clara; porque la “revolución” no aparece cuando realmente hace falta, porque no está a la hora de propiciar una vivienda digna, porque se pasa la vida ideando estrategias de Defensa Civil cuando debía hacer casas confortables, y sobre todo fuertes, que garanticen la supervivencia de los cubanos.
La “revolución” deja a esos a los que llama “hijos” a la intemperie, los abandona en medio de sus fragilidades. La revolución no propicia la necesaria seguridad ante un futuro que puede llegar, sencillamente al día siguiente, y que puede distinguirse por el arribo de un ciclón, de un tornado o de un vientecito de cuaresma que devaste una casa, dos, que arruine una vida, dos, cuatro, muchísimas. Y la revolución saldrá entonces al ruedo más visible.
Será durante estas crisis que la naturaleza proporciona cuando la revolución gane más “adeptos”, esos que sucumben a su discurso sanador, reivindicador, ese que asegura que la mujer a quien le cayó la placa encima tendrá pronto su casa restaurada, y quizá hasta sea cierto, pero quien no ha tenido una casa digna, quien ve como se le van cayendo pedazos a sus paredes, tendrá que esperar por un fenómeno meteorológico que visibilice sus desgracias, para que el gobierno deje entrever su generosidad, su mesianismo, su falsa grandeza.
Ya son cuatro los muertos, y muchos los heridos, y cientos los que se quedaron sin casa, y que irán a un paupérrimo albergue, mientras el nieto de Raúl Castro estrena una mansión que podría albergar a muchos de los damnificados, pero eso no va a ocurrir, aunque sí podría suceder que en alguna reunión en las Naciones Unidas, Anayansi Rodríguez asegure que la culpable de toda esa mortalidad la provocó la OEA, y también el gobierno “americano”.