LA HABANA, Cuba. – Tamara, quien ya cumplió los sesenta años, se enfurece cuando el almanaque le advierte que vivirá otra vez un 8 de marzo. Esta mujer imagina un imposible, sueña con que esa fecha desaparezca del calendario, que ocurra un salto después del siete, que se anuncie el nueve sin que sea necesario vivir el ocho. Cada año lo mismo; siempre se ve obligada a inventar alguna coartada para no salir de su casa, para no tener que trabajar.
Desde hace treinta y seis años Tamara repudia esa fecha. Para ella no hay peor día; según me ha contó, ya pudo reconciliarse con la pérdida de su madre. “Recuerdo el día de su muerte con el mismo cariño que le dedicaba en su cumpleaños; pero el peor suceso de mi vida ocurrió un 8 de marzo, esa fecha en que las mujeres celebran su día en casi todo el mundo”, y es por eso que no tiene nada que aplaudir durante esa jornada. Para Tamara nada es más humillante que vivir cada hora del 8 de marzo.
Fue en fecha semejante que su jefe quiso seducirla, intentó violarla. Todo ocurrió después de una fiesta de celebración en su trabajo; siete meses habían transcurrido desde que llegó a esa empresa donde la ubicaron bajo el mando directo de aquel hombre. Durante los primeros días le pareció cortés, lo creyó solidario, y aunque su amabilidad parecía exagerada nunca sospechó de él.
Después de la fiesta se ofreció a acompañarla hasta su casa, y en el camino cambió todo, vino la “seducción” más grosera, los intentos de toqueteo. Ella abrió la puerta. Él perdió el control. El auto se subió a la acera, chocó con un poste del alumbrado público. Luego vino el hospital. Él con una herida en la frente. Ella con una fractura en un hueso, el radio, y pidió “la baja”, a la que él se negó, y amenazó con amonestarla, con darle una muy mala evaluación.
Tamara renunció al trabajo y, aunque casi pierde el título por no cumplir con el servicio social en el lugar que decidieron para ella, nunca hizo la denuncia. Tamara es una de las tantísimas mujeres que en Cuba sufren por el acoso de jefes que son, en su mayoría, militantes del Partido Comunista. Hoy muchas de esas mujeres celebran su día, y las más “comunistas” de todas aplauden en congreso, donde ninguna voz se levanta para denunciar el acoso al que las someten muchos “machos” comunistas.
Esta mujer abusada reconoce que debió chillar bien alto, entiende que la situación no fue idéntica para los dos implicados; que en este caso, y en la mayoría, la mujer sufrirá las peores represalias, y sobre todo la burla. Tamara no se curó nunca. No ha vuelto a sentirse cómoda, y todavía sueña con tomar entre sus manos un megáfono para denunciar el acoso a que son sometidas muchas mujeres, pero tiene miedo, reconoce las consecuencias tras su atrevimiento.
Ella no usa tribunas; todavía, y a pesar de sus sesenta años, tiene mucho miedo, porque reconoce que es falso el empoderamiento de la mujer, que la tal transparencia solo aparece en el discurso que iguala a las unas con los otros, pero que en realidad, las unas no son más que cifras que luego se convierten en utilidad para la retórica del poder comunista, que todos esos “machos viejos” sueñan con tener una Barbie en el buró de al lado para llevarla luego a la cama y conseguir la subordinación más plena.
Ese engendro al que llaman “Federación de Mujeres Cubanas” es una comedia, un sainete, eso dice Tamara, quien, para demostrarlo, asegura que lo primero que tiene que atender el poder absoluto y comunista es el derecho de las mujeres a la “intimidad de las íntimas”, esas piezas tan esenciales para la vida plena de una dama, y que realmente nada tienen de ocultas, y sí mucho de públicas, de notorias, sobre todo porque aparecen solo de vez en cuando en las farmacias, y las colas infinitas descubren las “intimidades” de las féminas.
Tamara dice que jamás pudo ver a una de esas, muy visibles, mujeres del poder con su libreta de abastecimiento en una farmacia para comprar esas tan fundamentales y “públicas íntimas”. Sin dudas no se debería dedicar un día a la mujer cubana si antes no se procuró la sanidad, el cuidado de las partes más pudendas. Ella quisiera subir hoy mismo al podio más alto en medio de ese congreso, y llamar embusteras a toda esa claque que intentará dar apariencia de empoderamiento.
Tamara quisiera denunciar a los tantos machos que las aplauden soñando con lograr luego sus “servicios” en la cama. Ella quisiera denunciar unas apologías que cada vez se distancian más de la realidad. Ella cuestiona los aplausos a ese discurso, en un país donde la mujer sigue tristemente subordinada, cuando solo accede al poder para completar una cifra que complazca al discurso “macho”. Cómo pensar en la felicidad de una mujer que cuando fue niña no pudo conseguir una Barbie o una muñeca de trapo.
No pueden ser felices, no pueden sentirse respetadas, esas mujeres que suman cifras, que son “ejércitos de batas blancas” o milicianas de uniformes verde olivo; esa mujeres de machete en mano, de pico y pala, no pueden sentirse realizadas si descubren que el discurso oficial pretende santificarlas para usarlas luego. No puede realizarse la mujer que se vuelve maga para dar de comer a los suyos, que no tiene una almohadilla que cuide su intimidad, que no delate sus mareas menstruales.