MIAMI, Estados Unidos. – Hoy, 23 de agosto, se cumplen cincuenta y ocho años de la fundación de la Federación de Mujeres Cubanas. Debería ser fecha de duelo nacional. ¿Por qué? Pues porque también se cumplen 58 años de la eliminación oficial de las más de novecientas organizaciones cívicas independientes de mujeres que existían en Cuba al triunfo del machismo revolucionario el 1 de enero de 1959 bajo el ordeno-y-mando-y-mato del macho-en-jefe, Fidel Castro Ruz.
Esa cifra —novecientas organizaciones cívicas independientes femeninas— no la he inventado yo, ni la inventó el imperialismo yanqui, ni la CIA, ni el Departamento de Estado. Esa cifra, corroborada y documentada, la publicó hace años el historiador, sociólogo e investigador cubano Julio César González Pagés, fundador y director de la Red Iberoamericana de Masculinidades, radicada en Barcelona.
Y de la misma forma que se borraron de un plumazo esas novecientas organizaciones femeninas y toda posibilidad de que pudieran continuar vigentes en su labor humanística y caritativa en pro de la sociedad civil cubana, se ha borrado la insigne historia de los logros de las cubanas desde principios del siglo XX, o sea, la historia del feminismo en Cuba. Desde la sede de la FMC se ha querido reescribir la historia y se le ha hecho creer a los cubanos y al mundo que los derechos y logros de las cubanas comenzaron con el proceso revolucionario. Falso. Nada más lejos de la verdad.
A las feministas de fines de siglo XIX y primeras décadas del XX, que se organizaron, perplejas e iracundas ante el ninguneo de los estadistas de turno que ignoraron su derecho a la ciudadanía plena, hay que rescatarlas para que los cubanos conozcan sus sacrificios y hazañas. Para que las cubanas conozcan su hystoria. (Hystoria, con “y” del latín “hysterium”: útero, matriz). Negarle a las cubanas el voto —obligatorio reconocimiento de su lucha por la independencia de Cuba— fue uno de los crasos errores de la Asamblea de 1901. Para ellas, no habría marcha atrás: la influencia y apoyo de los interventores norteamericanos entre 1898 y 1902 confirmó el concepto de derecho inalienable en el imaginario de nuestras predecesoras. Antes de lograr el sufragio, las feministas cubanas lograron, entre otros, el derecho a la propiedad (1917), a la potestad de sus hijos (1917), al divorcio (1918), al trabajo remunerado (1922), y al aborto (1928).
¡Qué imperialismo ni qué ocho cuartos! Las feministas de entonces intuyeron que la modernidad se apuntalaba desde el poderoso país anglosajón y protestante. Desmontar el atraso oscurantista de la España católica, reaccionaria y misógina no sucedió por arte de magia. Bien dijo en 1913 Magdalena Peñarredonda, comandante del Ejército Libertador: “¡El primer feminista que hubo en Cuba fue el general Leonardo Wood”!
El sufragio tuvo que esperar hasta 1934. El 3 de febrero de ese año, el presidente Carlos Mendieta firmó la ley del sufragio universal que concedió el voto a las cubanas. No fue ni la Federación, ni Vilma Espín, ni la revolución. Fueron las feministas y los políticos progresistas de la República. La historia de Cuba borrada por la actual dictadura da fe de que apenas dos años después de obtener el voto, las cubanas ayudarían a elegir en los comicios de 1936 a seis mujeres representantes al Congreso nacional, y poco después nueve representantes más, tres alcaldesas y dos senadoras. En 1939, la Asamblea Constituyente que redactaría la Constitución de 1940 contaría con tres mujeres: las doctoras Alicia Hernández de la Barca y Esperanza Sánchez Mastrapa, y la abogada María Esther Villoch Leyva.
Las cubanas se dedicaron a construir una verdadera sociedad civil, y a lograr más derechos para los niños, los trabajadores, y las mujeres. Los presidentes Grau y Prío Socarrás no nombraron mujeres a sus gabinetes. Batista, en su segundo término nombró a una mujer “ministro sin cartera”. Del lobo un pelo, pero ¿qué clase de lechada demagógica era aquello de “sin cartera”? Y entonces llegó el comandante, y mandó a parar. En el primer gabinete revolucionario, presidido por Manuel Urrutia, la cartera de Bienestar Social le fue asignada a la incansable e internacionalmente reconocida Dra. Elena Mederos. No duró mucho en ese puesto esta ilustre feminista y activista de los derechos de la mujer y de la infancia: antes del año, partiría al exilio en protesta por el giro comunista que tomaba la revolución. ¿Y qué de aquel contingente “Mariana Grajales” de temerarias cubanas que se alzaron, o las del Frente Cívico y el de Mujeres Oposicionistas Unidas que apoyaron mediante la lucha urbana al M-26?
El machismo-leninismo de Fidel Castro cerró filas con los guajiros machos, a ritmo de milicia, tabacazo y ron. Celia Sánchez, diez pasos detrás del comandante, con la camisa de fuerza al hombro, por si se soltaba el loco en un ataque de furia. Haydeé Santamaría, a domar artistas e intelectuales bajo lo que burlonamente se describió como “atención a los maricones”. Vilma Espín, al frente de la agenda de órdenes y obligaciones para mangonear a las mujeres y a desmontar la sociedad civil. Pastorita Núñez, a la odiada Reforma Urbana. Elena Gil, a las reformas moralistas en las filas sociolaborales. Martha Frayde, con su título de médico, al cuerpo diplomático. Edith García Buchaca y Vicentina Antuña —veteranas comunistas— a estalinizar la cultura…. En fin, de aquella lucha antibatistiana surgiría una nueva casta de mujeres dirigentes que obviaría a las veteranas expertas de la lucha feminista durante la República. Si el castrismo iba a reescribir la historia de Cuba anterior a 1959, lo primero que había que hacer era borrar a las protagonistas y sus logros.
De eso se encargaría la antifeminista Vilma Espín Guillois que manipularía durante casi medio siglo los destinos de las cubanas. Santiaguera bitonga de cuna burguesa, Espín, guerrillera de la Sierra Maestra, siguió disfrutando de los privilegios de la casta alta cubana hasta su muerte en 2007. De ella saldría aquella consigna misógina y sexista que aún gritan las federadas a los cuatro vientos: “Comandante-en-Jefe: ¡Ordene!”. Cuatro millones de cubanas supeditadas públicamente a los designios del Máximo, cual millones de marías ante el omnipotente dios: ¡Hágase de nosotras tu voluntad!
Desde esa Federación se apoyaron —y se apoyan— tantos y tantos atropellos contra las propias mujeres. Por mencionar apenas dos: primero, el presidio político femenino, al cual fueron enviadas unas siete mil mujeres en los primeros años de la revolución, a sufrir largas condenas, maltrato y tortura en las más deplorables y humillantes circunstancias. Ese presidio político femenino sigue en pie, si bien a menor escala, que no por eso menos deplorable. Hoy también —y desde hace años— están los actos de repudio, los arrestos arbitrarios, las golpizas, los chantajes con la potestad de los hijos, las constante violaciones de los derechos civiles y humanos. Y segundo, la consigna deshumanizante que deben articular las inocentes niñas cubanas en su militancia pionera, al expresar una voluntad orquestada de querer ser como el machista matón, el asesino en serie que se llamó Ernesto “Che” Guevara, el fracasado “guerrillero heroico”, que odiaba y despreciaba al “todo mezclado” pueblo de Cuba. “Pioneras por el comunismo: ¡Seremos como el Che!”
“Comandante-en-Jefe: ¡Ordene!” (Retumba en los oídos). “¡Seremos como el Che!” (Aflige el alma).
¡No digo yo si este día habría que declararlo Duelo Nacional!
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