LAS TUNAS, Cuba. – Hermosa, sonriente, cual “dama en seda y plumas” o estrella de cine con el semblante refulgente después de una semana de sol, arena y pecado en la Costa Azul -quién sabe- la señora Federica Mogherini, alta representante de Política Exterior y Seguridad de la Unión Europea (UE), estuvo esta semana en La Habana.
Guiada por el doctor Leal, historiador de la ciudad, la alta representante de la UE visitó La Habana Vieja, que, cual vitrina de museo, muestra al caminante un ejemplo de lo urbanizado en Cuba en casi cuatro siglos de colonialismo español y en poco más de 50 años de república.
Urbanización colonial y republicana de refinada estética que, mancornada al estalinismo castristas a partir de 1959, hizo de La Habana y de Cuba toda, el muladar que sufrimos los cubanos hoy, sin que esos barrios-establos estén a la vista de visitantes como Mogherini, por connivencia entre comisarios políticos domésticos y extranjeros.
Sacada de la vitrina del historiador Leal, la señora Federica Mogherini fue conducida a escuelas y escenarios de arte, y, feliz, la vimos compartir con los danzantes, mientras en cualquier lugar de Cuba, donde cubanos renuentes a la domesticación se disponían a llevar girasoles en sus manos como respuesta cívica a la violación de sus derechos, la policía castrista dio inicio al primer acto de la Danza de los Presos.
Pero la Danza de los Presos no es del gusto de la alta representante de la UE, y, menos de su gusto es, si los danzantes son presos políticos cubanos con girasoles desbaratados en las manos; así, la señora Mogherini optó por las escenografías de los socios comerciales de sus socios europeos, los generales-empresarios cubanos.
Los generales-empresarios castristas, sus socios, los empresarios europeos y la señora Mogherini en La Habana, todos ellos enristrados en el salón de protocolo de El Laguito, y de espalda a los cubanos con la piel tostada, y no precisamente en la Costa Azul ni en la playa de Varadero, me trajeron a la memoria una de las tantas crónicas de José Martí en los Estados Unidos, la publicada en La Nación, Buenos Aires, el 29 de enero de 1888.
Decía Martí de un día en Nueva York, como si dijera de uno de estos días en La Habana, cuando “obispos, corregidores, jueces, generales, clérigos y banqueros”, fueron llevados por el ascensor de un famoso restaurant, el de Delmónico, a un salón de “a tanto la hora”, como un “amor alquilado”, y que aquellos señores, los “nobles de Nueva York”, como los nobles de hoy en La Habana, eran los que deslucían con “su arrogancia visible” el justo “placer de venir de una familia honrada y vieja”, llegada a conmemorar comiendo, bebiendo y fumando en pipa, “tal como en el vestíbulo de su casuca fumó antaño”.
No. Como en el Nueva York de 1888 narrado por Martí, según las políticas actuales de la UE para mantener el castrismo vigente en Cuba, bien pasados 18 años del siglo XXI, ni ahora ni después “una familia honrada y vieja” podrá ir al salón de un hotel de “a tanto la hora”, como esos que los empresarios europeos poseen en Cuba en sociedad con el generalato castrista.
Hoy en Cuba, los empresarios europeos -esclavistas modernos en complicidad con un régimen totalitario- tienen menos prerrogativas que sus antepasados negreros.
Aquellos, según el precio fijado, podían aceptar o rechazar un esclavo del tratante; estos, ahora no tienen más opción que recibir los siervos enviados por el especulador estatista y pagar a ellos el trabajo esclavo; esto es, el tratante de hoy no vende al esclavo, sino lo da en arriendo.
Y, como retratando a Federica Mogherini y a su séquito durante su estancia esta semana en La Habana, uno lee lo escrito por Martí. Decía el Apóstol de Andrew Carnegie, hijo de un tejedor escocés que medio siglo atrás había empezado de telegrafista y en aquel momento de 1888, era dueño de los talleres de hierro y acero donde “trabajaban sin ira” doce mil hombres.
Y decía Martí cual ahora mismo, como en aquella velada “donde la palabra sincera huye”, el juez Courtlandt Palmer, “millonario socialista en cuyos salones es obligatoria la casaca”, había invitado a Andrew a hablar “sobre el problema obrero ante la sociedad del siglo diecinueve”, pero Carnegie, por la certeza de su propia bondad y su noble fortuna, “no sabe poner en la desdicha de los telegrafistas como él, ni de los tejedores, como su padre”.
Y dijo José Martí de un tal “Grönlund, elocuente socialista alemán, que diseñó con palabra feliz, ante las damas en seda y plumas, un mundo de oro, como su barba”.
Ese “mundo de oro” diseñado por los empresarios europeos, algunos de ellos tal vez ideológicamente emparentados con Grönlund, a juicio de ellos no puede ser sino Cuba, la Cuba castrista proyectada para hacer que una élite de comisarios políticos y de militares viva cuales millonarios, haciendo enriquecer a los extranjeros, mientras los cubanos… “trabajan sin ira”.
Y una de aquellas “damas en seda y plumas”, ahora socialista con la piel dorada en la Costa Azul francesa, en Varadero o en Cayo Guillermo, vaya usted a saber, debe ser Federica Mogherini en La Habana según la retrató José Martí en 1888.
No hay asombros, no hay ficción: asociados los castristas a los descendientes del juez Courtlandt Palmer, “millonario socialista en cuyos salones es obligatoria la casaca”; sindicados a los herederos de Andrew Carnegie, dueño de talleres de hierro y acero donde “trabajaban sin ira” miles de hombres; y, copartícipes con la progenie de “Grönlund, elocuente socialista alemán, que diseñó con palabra feliz un mundo de oro, como su barba”, tendremos castrismo en Cuba por los siglos de los siglos.
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