LA HABANA, Cuba. – Son las 10 de la noche y los jóvenes que hacen la ronda por La Habana buscando trocar sexo por dinero se acercan a la calle Infanta, en los límites entre el Vedado y Centro Habana.
Frente al edificio de Radio Progreso está el cabaret Las Vegas, lugar que desde hace algunos años se distingue de otros similares por sus espectáculos de transformismo que se repiten durante toda la semana, incluidos esos lunes donde es mucho más insoportable el aburrimiento por las muy pocas opciones económicas de la vida nocturna habanera.
No es que Las Vegas sea un lugar demasiado barato pero al menos es poco más asequible que el bar XY (antiguo Mixto) en las inmediaciones del Parque Maceo o que el Sarao, también en el Vedado.
Por eso se ha convertido en una especie de remanso para la comunidad LGBTI, hasta hace muy poco reprimida, criminalizada y en consecuencia obligada a la “clandestinidad”, pero también en el lugar donde, como dicen algunos, “nadie se va solo a la cama” porque es una especie de “coto de caza” seguro.
De hecho, los muchachos que esperan a la entrada por algún “bondadoso” que se digne a pagarles los 3 dólares que cuesta el acceso al lugar, deberán dejar el nombre y número de identidad en el registro que lleva uno de los custodios.
“Esa es la garantía de que ninguno de esos muchachos le robará a un extranjero o buscará problemas allá dentro”, dice el empleado mientras retiene una pequeña fila de jóvenes que esperan a que les tomen los datos, sin enfadarse, a sabiendas de que son humillados al suponerlos criminales en potencia.
Por delante pasamos sin que nos pidan nada aquellos que, solo por sobrepasar los cuarenta años, parecemos gente de bien, incapaces de engañar a nadie, a pesar de que en Cuba sobran las historias de extranjeros y cubanos jactanciosos que abusan de chicos y chicas a los que prometen pagos y regalos con los que jamás cumplen, sabiéndose “confiables”.
En Cuba se ha vuelto común que nos tachen de culpables por la terrible circunstancia de haber nacido aquí. El extranjero es inocente hasta tanto se pruebe lo contrario.
Pero no siempre los jóvenes esperan a que alguien los entre. Cuando ya dan las 11 y no han conseguido atraer la atención, se arriesgan a comprar ellos mismos el ticket de entrada, confiados en que más tarde el alcohol, el roce de los cuerpos y los intercambios de miradas, terminarán por hacer el trabajo y, con suerte, la cantidad invertida se multiplicará varias veces, aunque también pudiera ser dinero perdido.
Dentro de Las Vegas todo el recinto se transforma en una vidriera de exhibiciones. Los que están en las mesas frente al escenario, con los amigos, de vez en cuando miran a sus espaldas donde permanecen de pie esos que estarían dispuestos a aceptar convertirse en compañía por unas horas.
Gestos, miradas, señas, idas constante al bar, al baño, al área de fumadores donde el pretexto de usar el encendedor o pedir un cigarrillo pudiera comenzar algo más que un intercambio de frases y sonrisas.
Pero cuando da la medianoche y rompe el espectáculo, no solo es el momento en que los transformistas y bailarines del club animen la noche sino la oportunidad de algunos “solitarios” para demostrar a sus iguales que en sus bolsillos guardan el dinero suficiente para hacer feliz a cualquiera de aquellos chicos a los que solo les falta un cartel lumínico de absoluta disponibilidad en las frentes.
Mientras Imperio, diva y dueña del show en Las Vegas, dobla a Juan Gabriel o Miriam Hernández, algunos espectadores suben al entarimado para depositar dinero en el escote del vestido de su artista favorita. Lo hacen exhibiendo el billete frente a todos, haciéndoles saber que diez o veinte dólares no son nada para ellos, que incluso pudieran regalar mucho más.
Esa acción los coloca en el punto de mira de aquellos que están al acecho de ese turista o cubano, dadivosos, y hasta pueden darse el lujo de salir a escoger a su objeto del deseo sin demasiadas maniobras de coqueteo, sin que les hagan esas preguntas de trueque que restarían encanto a la fantasía del cortejo aunque a la mañana todo termine en lo que verdaderamente es.
No obstante, Las Vegas, a pesar de su aspecto decadente, de su espectáculo por momentos cansino, con su derroche de mal gusto en el vestir de algunas sus artistas y en el poco tino al escoger el repertorio que en verdad les convendría a su proyección escénica ‒a algunas el maquillaje y los rellenos por momentos les hacen parecen esperpentos‒, es el lugar donde La Habana deja de ser por unas horas esa ciudad claustrofóbica y represiva en que fuera convertida por esos que, desde la demencia y el egoísmo, la obligaron a parir ese “hombre nuevo” que naciera muerto.
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