LA HABANA, Cuba. – Hace días que estoy con el síndrome de la cuartilla en blanco (la e-cuartilla, como se diría en estos tiempos digitales). Y no es que falten temas. Más bien sobran. Sobre todo, desgraciadamente, los relacionados con la COVID-19. Pero también sobran los que escriban, con más o menos tino y acierto, sobre ellos.
Sucede que, cada vez que me propongo escribir algo, veo que ya algunos escribieron sobre el asunto. Y siempre, con tantos periodistas independientes, blogueros e influencers como hay, y tantos nuevos actores políticos en la disidencia ansiosos por hacerse oír, aunque sea con naderías, habrá más de uno que ya haya dicho, mejor o peor, y con más o menos vehemencia, lo que yo hubiese querido decir. Y no tengo vocación para hacer coros.
Pudiera refutar las opiniones de los demasiado optimistas sobre el futuro a corto plazo de Cuba, o los demasiado críticos con los opositores, o los paniaguados demasiado comprensivos con el castrismo. Y otra vez hacer de aguafiestas, de tipo atravesado, caer mal y sumar animosidades en mi contra, lo cual no me preocupa demasiado, siempre que sea por una razón que valga la pena. Pero los oportunistas, los manipulados y los servidores del castrismo son tan obvios que no ameritan dedicarles tiempo. Así que tampoco encuentro argumentos que valga la pena rebatir. Lo cual no quiere decir que haya muchos otros argumentos que apoyar y aplaudir.
Sería saludable que me apartara por un tiempo. Que me tomara un descanso antes de volver a escribir, porque como decía aquella canción de Chicago, “everybody needs a little time away”. Pero, como mismo no puedo parar de fumar, sabiendo el daño que hace, no puedo dejar de escribir: reventaría sino suelto todo lo que tengo atorado.
Entonces, por hábito, por inercia, por majadero que soy, porque tiene que ser, escribo. sobre el coronavirus, esa pesadilla que nunca imaginamos que alguna vez tendríamos que enfrentar. Ni siquiera cuando los más apocalípticos de los evangelistas anunciaban las señales del fin de los tiempos (¿o era el tiempo del final?).
Pero en estos días en que todo escasea —también la fe y la esperanza—, cuando a uno lo invade el desánimo y la angustia, no quiero irresponsablemente contribuir con mi opinión a que otros se asusten más de lo que están y se sientan peor de lo que ya se sienten. Y créanme que no lo hago por temor al castigo del régimen, que hoy más susceptible y asustadizo que de costumbre, amenaza con el decreto 370 y cuatro años de cárcel a los que difundan informaciones falsas o que puedan generar malestar y provocar alteraciones del orden.
Los mandamases en Cuba no quieren que cunda el pánico. Pretenden que todos se pongan el nasobuco, se encierren en sus casas, y se comporten arcangélicamente. Como en un campamento de reclutas. Si no tienen jabón ni detergente, si están muriéndose de hambre, que esperen un poco, un poquito más, y confíen en sus dirigentes y en la libreta de abastecimiento.
Los mandamases no quieren que haya rumores alarmistas ni criterios que difieran de los suyos. Que todos acepten las cifras de contagiados y fallecidos que da el MINSAP. Que nadie se pregunte cómo es posible saber el verdadero número de contagiados si no se hacen pruebas masivas. Que nadie les reproche haber demorado en empezar a hacer lo correcto frente a la pandemia. Que todos crean, aunque los hospitales den grima y espanto, que el sistema de salud cubano es el mejor del mundo. Que crean que en los demás países, sobre todo en los Estados Unidos, les va peor, mucho peor. Que tengan fe y crean en lo que afirman, cual predicadores itinerantes y de ring shouts, los escribanos del periódico Granma: que el socialismo salva. Que los curanderos castristas tienen el antídoto de la COVID-19, que si no es el interferón, será el anamú bien amargo, la superchería homeopática a base de alcohol, agua y veneno de alacrán, o cualquier otra pócima milagrera que se les ocurra.
Pienso en lo que nos espera y empiezo a ponerme sumamente pesimista, así que es mejor que pare de escribir por hoy. Volveré sobre el tema. Si sobrevivo.
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