“Debemos de abrazar los ideales que podamos alcanzar sin destruir aquello que pretendemos defender”
MADRID, España.- Raymond Aron define el comunismo como “una versión degradada del mensaje occidental, que retiene su ambición de conquistar la naturaleza y mejorar el destino de los humildes, pero sacrifica lo que fue y tiene que seguir siendo el corazón mismo de la aventura humana: la libertad de investigación, la libertad de controversia, la libertad de crítica, y el voto.”
Ha sido y es además un experimento socio- político para crear un hombre nuevo despojado de su esencia espiritual, siendo considerado por algunos autores alemanes como una especie de sustituto de la religión, o como una pseudo-religión. Acontece en el Occidente, donde la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra, pero sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Pertenecen a la vida terrenal y no a la vida celeste. Nos preguntamos entonces si tiene la emoción revolucionaria algo de emoción religiosa.
El conflicto del comunismo con los creyentes tiene una raíz ideológica de la cual no se ha despojado, ni siquiera en sus versiones más tolerantes. Su lucha revolucionaria es una especie de re-encantamiento del mundo, pero al mismo tiempo intenta ser “mística y religiosa”, porque lo “invade todo”, es profana y secular. Algunos intelectuales la aceptaron como una especie de experiencia totalizante, algo por lo que la gente está dispuesta a sacrificarlo todo y que ha dado sentido a sus vidas. Es desde esta perspectiva que algunos la consideran una religión.
La tradición marxista ha tratado de interpretar a Cristo y el Cristianismo Primitivo como precursores del socialismo moderno, por cierta analogía histórica, en el sentido de dos movimientos de masas perseguidos por las autoridades. Pero mientras el primero proclama el perdón, la trascendencia de la vida, la humildad, la generosidad, la comprensión, la defensa de la libertad individual, la inclusión y los métodos pacíficos; el segundo utiliza como medio de propagación la venganza, el materialismo, el orgullo, la codicia, el autoritarismo, la represión, la negación del otro y la violencia como método: en su mística quasi religiosa se basa su aparente triunfo, y finalmente de su metodología reside su estrepitoso fracaso.
Miguel de Unamuno decía sentir, a la vez, “a la política elevada a la altura de la religión, y a la religión elevada a la altura de la política”. En este sentido trascendente del comportamiento humano, es donde cobra sentido, desde mi punto de vista, la labor de la democracia cristiana, cuya opción política está basada en la comprensión cristiana del hombre, en su dignidad intangible e incuestionable. Tiene su origen en la doctrina social de la Iglesia y sus valores básicos son la libertad, la participación democrática y la justicia social.
La solución que propone la democracia cristiana a los problemas es una alternativa pactista, es decir, la resolución de conflictos a través de un diálogo constructivo y basado en el respeto mutuo, pero siempre sobre el fundamento de los principios del humanismo cristiano, dentro de los métodos de libertad, respeto a la persona y desenvolvimiento del espíritu de comunidad, y contra los peligros totalitarios, siendo su último objetivo la búsqueda del estado de derecho como expresión política y estatal del bien común.
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