LA HABANA, Cuba. – Nunca pensé que tendría que escribir un trabajo periodístico como este, expresando preocupación por disturbios como los que ayer atentaron contra la democracia estadounidense. Estamos hablando sobre las antiguas colonias y dignas herederas de Inglaterra, cuna de los derechos humanos; sobre las primeras trece repúblicas de la era moderna; sobre el actual faro y guía del mundo libre.
Desde hace meses hemos constatado el incremento de la pugnacidad social en el gran país del Norte. El pie para manifestaciones de elementos extremistas lo dieron algunos excesos policiales. Entre esos abusos destaca, como detonador de la nueva situación, la muerte criminal e innecesaria del señor George Floyd en Minneapolis.
A partir del pasado 25 de mayo, fecha del infausto suceso, se sucedieron manifestaciones convocadas por organizaciones de izquierdas, en las que incluso militan marxistas confesos. Descuellan entre ellas Black Lives Matter y Antifa. La mayoría de las demostraciones tuvo carácter pacífico, pero no faltaron actos vandálicos: ataques a las personas, destrucción de monumentos históricos, saqueos…
Por supuesto que uno no puede estar de acuerdo con hechos como esos: una cosa es el derecho a desfilar de modo pacífico, a protestar contra medidas de la autoridad con las cuales no se esté de acuerdo, y otra bien distinta es alterar el orden público o atacar personas o bienes cuya integridad, en una sociedad civilizada, merece total respeto.
Pero ahora el ataque proviene de un sector diametralmente opuesto: de partidarios del actual presidente Donald Trump. Estos ciudadanos, tras recibir la exhortación a manifestarse en la ciudad de Washington ante el Congreso Federal, lo hicieron. El propósito declarado era protestar por lo que ellos consideran un pucherazo electoral mediante el cual su líder fue despojado del triunfo que —consideran ellos— obtuvo en las urnas.
El problema es que el gran país del Norte es un estado de derecho. La determinación de si hubo o no una adulteración de la voluntad popular corresponde a los tribunales; no a los ciudadanos individuales. Y hasta el momento, en las cortes de justicia, aunque haya podido declararse alguna manipulación puntual de los sufragios, no se ha determinado la existencia de un fraude de tal magnitud que invalide la elección en alguno de los cincuenta estados de la Unión.
Unos u otros pueden tener opiniones diversas sobre la validez —o falta de ella— de los resultados oficiales de la votación realizada el primer martes del pasado noviembre. Pero la inconformidad que pueda haber con respecto a ellos sólo debe ser objeto de protestas y denuncias pacíficas; no de actos de fuerza como los perpetrados en el Capitolio washingtoniano este miércoles.
El bochinche impidió que el Congreso realizara el acto formal que constituye el paso final en el reconocimiento de la victoria alcanzada por el Partido Demócrata en las elecciones presidenciales. Se supone que los legisladores se limiten a examinar las actas expedidas en los distintos estados de la Unión, las cuales recogen los votos emitidos por los compromisarios electos el 3 de noviembre. Tras constatar la validez de cada acta, los congresistas deben certificar el triunfo de la candidatura que obtuvo más sufragios.
Al irrumpir los manifestantes en el Capitolio, la formalidad mencionada no pudo llevarse a cabo. De hecho, la prensa ha informado que el Servicio Secreto, al temer por la seguridad del mismísimo vicepresidente Pence, lo retiró apresuradamente del Capitolio. Los miembros del Congreso se atrincheraron en sus oficinas y otros locales apartados, esperando a que terminara el bochinche.
Joe Biden pronunció en la televisión nacional unas breves palabras en las que exhortó al presidente Trump a “ponerse de pie” ante lo sucedido. Asimismo, catalogó los hechos como una “rebelión”, cosa que también hizo el senador Bernie Sanders. Como jurista, sólo puedo señalar que ambos incurrieron en una grosera exageración. Los manifestantes no exteriorizaron su propósito de cambiar de modo violento el sistema político del país. Igualmente resulta desmedida la calificación de “golpe de estado”.
Pero, en principio, sí parece correcto hablar de una sedición. Los manifestantes impidieron que el Congreso —¡nada menos que la representación nacional del gran país!— ejerciera sus funciones constitucionales. Y por supuesto que ese actuar no es poca cosa. No por gusto un político republicano, el congresista Mike Gallagher, calificó los disturbios como una “porquería de república bananera”.
Ante esa realidad sólo cabe evaluar de manera positiva lo expresado por el presidente Trump después de los hechos. Aunque volvió a insistir en la idea del “robo de las elecciones”, en definitiva exhortó a sus irritados partidarios: “Váyanse a casa y váyanse a casa en paz”.
Lo más indignante de todo es la cobertura dada a los lamentables sucesos por la Televisión Cubana. No sólo brindaron informaciones; también transmitieron un comentario de la periodista Cristina Escobar y entrevistaron a un “profesor universitario” que se llenó la boca para hablar de “crisis”, “descrédito completo”, “república bananera” e “infamia”.
Considero lamentable que se dé pie a que portavoces de un régimen dictatorial, antidemocrático y unipartidista puedan perpetrar declaraciones de ese tipo, y hacerlo, además, con ciertos visos de objetividad. Confiemos en que ese bache de este Día de Reyes quede definitivamente atrás, y que los Estados Unidos sigan dando el ejemplo y marchando al frente en la lucha mundial por la libertad.
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