LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – No son pocos los que consideran que la pérdida de valores dentro de la sociedad cubana tiene su raíz en el hecho de que, a partir de 1959, se impusieron otros como ser revolucionario o comunista, que adquirieron más importancia que valores tradicionales como la honestidad y la decencia.
En el sitio donde empieza la Avenida de los Presidentes, se levanta una estatua decapitada y con la dedicatoria borrada, como si se quisiera suprimir de la memoria colectiva que Tomás Estrada Palma fue nuestro primer Presidente, paradigma de gobernante honrado, y celoso velador del presupuesto de la República, quien propició la segunda intervención norteamericana, en 1906.
En un párrafo de una carta dirigida a un amigo, el Presidente declaró el motivo de su proceder: “Jamás he tenido empacho en afirmar, y no temo decirlo en voz alta, que es preferible cien veces para nuestra amada Cuba una dependencia política que nos asegure los dones fecundos de la libertad, antes que la República independiente y soberana, pero desacreditada y miserable por la acción funesta de periódicas guerras civiles”.
En cambio, al final de la propia avenida, se yergue de cuerpo completo la efigie de nuestro segundo mandatario. Un Presidente que dilapidó el tesoro de la nación y comulgó con las más variadas facetas de la corrupción administrativa (tiburón se baña, pero salpica). Pero el General José Miguel Gómez le aseguró al gobierno de Estados Unidos, en 1912, que no hacía falta una nueva intervención militar en Cuba, porque él sería capaz de controlar la situación en la isla, aunque para hacerlo no vaciló en masacrar a los negros del Partido Independiente de Color, que se alzaron contra su gobierno.
En la Cuba de hoy, ser o haber sido antiimperialista clasifica también entre los valores emergentes de que hablamos.