LA HABANA, Cuba. – Pedirle al pueblo cubano que “ponga corazón” a lo que hace para salir adelante es una burla, es una grandísima ofensa. Pero no se le podía ocurrir una frase mejor a un régimen totalitario que, como a todos sus iguales, o le falta imaginación, sentido común, empatía o, por el contrario, desborda de maldad.
Aunque eslogan muy desafortunado, lo repiten como para sedimentar la idea de que las cosas van muy mal porque no le ponemos empeño y no porque, como también dijera el propio Miguel Díaz-Canel, “estamos salaos”, lo cual es la más grande verdad dicha por él públicamente, en tanto no hay peor “salación” para un país que permitirles a los comunistas que gobiernen a su antojo, suprimiendo las libertades individuales y los derechos humanos, criminalizando cualquier tipo de oposición o manifestación política.
“A Cuba ponle corazón” es un lema que pretende ignorar cuánto corazón y cuánta sangre ha costado a cubanas y cubanos empeñar sus vidas en un sueño ajeno al que alguna vez llamaron “Revolución” y “Socialismo”, pero que hoy se revela a todas luces como una pesadilla infinita, un grandísimo engaño por el cual nadie nos pide perdón o nos ofrece disculpas.
Por el contrario, nos lanzan a la cara que son “continuidad” de lo que fracasó, de lo que detestamos, de lo que nos hace huir dejando atrás a nuestros seres queridos, de lo que ha quedado más que demostrado que no funciona ni funcionará jamás, con lo cual apenas nos están diciendo que continuará el engaño como “método de gobierno” y la pobreza generalizada como la fórmula preferida de control social.
Una sociedad silenciada por mucho tiempo, como la cubana, es una sociedad donde los corazones dejan de latir, una sociedad que muere porque deja de correr sangre por sus venas, y la sangre de una sociedad saludable es, fundamentalmente, libertad de expresión, diversidad y participación ciudadana espontánea.
Los cubanos y cubanas, en este más de medio siglo de dictadura, han empeñado más que el corazón. Si no, pregúntenles a las madres que perdieron a sus hijos en las estúpidas guerras de Angola, del Congo, de Etiopía… o a las que alguna vez los vieron echarse al mar en una balsa para no verlos con vida nunca más. A las madres y padres que todas las noches, en vez de dormir junto a sus hijos, deben pasar la madrugada en una de tantas colas por comida o incluso en la cama del turista, esos dos lugares de la “lucha diaria” donde se sobrevive pero también donde se consumen los corazones, la dignidad y las esperanzas de los cubanos de a pie.
Preguntémonos, además, cada uno de nosotros, vivamos “dentro” o “afuera”, cuánto hemos perdido, material y espiritual, en nuestro empeño de salir ilesos de estas maquinarias aniquiladoras que son las dictaduras populistas. ¿Cómo fue que escapamos o nos “adaptamos” a ellas? ¿Qué hicimos y callamos para pasar inadvertidos? ¿A quiénes traicionamos para parecer “inocentes”, “integrados”, “confiables”? ¿Cuánta fidelidad fingimos? ¿Sobre las cabezas y los corazones de cuántos amigos, vecinos y familiares nos alzamos para después saltar y volar sobre las aguas fingiendo que estamos libres de culpa o que la adversidad lo justifica todo?
Nos obligaron a empeñar nuestros corazones cuando lanzamos huevos y piedras a quienes se marchaban de Cuba, cuando pedimos cárcel y paredón para quien pensaba y actuaba con cabeza y corazón propios, cuando elegimos desfilar como zombis en la plaza y jurar lealtad al Partido Comunista en vez de ser fieles a nuestros hijos, a nuestra sangre familiar, a nuestros ancestros. Cuando, en contra de nuestros más profundos deseos, renunciamos a los sueños por los caprichos de un demente que, haciéndonos creer con falsas promesas que encarnaba la “patria”, nos hizo gritar “Socialismo o Muerte” cuando aún en nuestros corazones quedaba algo de vida, de humanidad y no este desamor que nos consume.
Creo en realidad que a los cubanos, después de más de medio siglo de encierros y miedos —con la tremenda locura que estos desencadenan—, ya no nos quedan corazones que apostar ni siquiera por nosotros mismos. Y ellos, los mandamases, que para llegar a donde han llegado dejaron mucho más que el corazón en el camino, saben bien que su demanda de “poner corazón” en las cosas no pasa de una simple frase vacía, generada desde panzas rechonchas de grasa aunque también desde mentes y pechos totalmente vacíos de bondad.
Observada nuestra situación desde la perspectiva a la que nos obliga una economía y un sistema político que hoy por hoy se sustentan exclusivamente en el saqueo de los bolsillos de la emigración, del exilio, del destierro, no hay otro modo de comprenderla que no sea desde la violencia del desmembramiento, físico y espiritual. De modo que pedirnos que “pongamos corazón” es de cierta manera un acto de hipocresía, cuando no puro sarcasmo. Porque, además, no se puede volver a empeñar lo que ya fue empeñado.
Posiblemente hoy somos millones de cubanos y cubanas viviendo sin corazón en el pecho, o al menos con uno bien estropeado por los infortunios, las frustraciones, las desesperanzas, las decepciones. Un corazón de quita-y-pon, de fantasía, el que dejamos guardado —u olvidado— en una gaveta del escaparate, de la mesa de noche cuando salimos a la calle, al extranjero, a la cola del pollo, a luchar por la sobrevida.
Un corazón que nos volvemos a poner solo para esas ocasiones, tan raras, en que nos retorna la fe en la realidad de un cambio definitivo, cuando el final de este infierno lo sentimos cerca y posible.
No quieran entonces que apostemos nuestros corazones maltrechos a esa misma claque que una vez nos los enfermaron, a esos demonios que nos los destrozaron de tanto odio, miedo y desesperanza.
Los problemas de Cuba, de tan graves y añejos, ya no se solucionan con frases vacías, con campañas tontas en las redes sociales, con reportajes ridículos sobre un Marianao que no existe, que solo ha visto prosperidad en la oleada de memes y chistes que continúa generando. Es más, ni siquiera nuestros problemas terminarán con todos los dineros del mundo mientras no termine la dictadura que nos desangra a todos, aun cuando pensemos que bien lejos y desentendidos estaremos a salvo.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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