LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -La prensa oficial cubana entresaca con pinzas los términos que está utilizando para referirse a la rebelión popular de Túnez. No es para menos. Porque los pocos detalles llegados hasta nosotros sobre las condicionantes de este suceso, han sido suficientes para dispararnos a establecer comparaciones y cálculos.
De hecho, más de un analista adelantó ya el cotejo, con razón, prefigurando lo que podría pasar en nuestra Isla, dadas las muchas y a veces muy sobresalientes semejanzas, no sólo entre los perfiles de sus dictaduras, sino también en cuanto al laberíntico estatus de crisis económica, moral, espiritual que sufren los dos pueblos, luego de más de cincuenta años de caos administrativo.
En Túnez, como ciertamente podría ocurrir en La Habana, la gente no se lanzó a las calles convocada por una organización política o de cualquier otro género. La rebelión no fue planeada por nadie, ni, a Dios gracias, ha sido dirigida por uno de esos caudillos vesánicos que arrastran a las multitudes a sustituir una desgracia por otra. Tampoco ha trascendido el menor indicio que sea favorable al argumento favorito de los dictadores: la injerencia o influencia desde el extranjero.
Como en Fuenteovejuna, la célebre pieza teatral de Lope de Vega, el único protagonista de la sublevación es el pueblo, conducido no por un cerebro rector, sino por una actitud general de hartazgo ante los abusos del poder. Asimismo, el motivo que aparentemente la originó –ocurrencia común y cotidiana dentro de un sistema tiránico- no ha sido en realidad la causa sino el detonante.
Dramas como el del joven tunecino, un profesional sin empleo al que la policía le confiscó las frutas que vendía para sobrevivir, se ven diariamente en las calles de La Habana. Y aunque no es propio de nosotros responder a la tropelía policial con el suicidio público, como hizo el tunecino, tampoco es baja la cifra de paisanos que han escogido morir jóvenes antes que seguir aguantando.
De cualquier modo, ya dejamos dicho que el suicida de Túnez apenas ha constituido el fósforo que prendió la mecha. Pero en lo esencial asombran las similitudes entre la situación que condujo al levantamiento allá y la que padecemos acá.
No gratuitamente somos tantos los cubanos que en estos días esperamos noticias sobre la rebelión en Túnez expectantes y estimulados por partida doble.
Incluso el acontecimiento parece habernos llevado a desempolvar un viejo axioma, olvidado en la Isla, tal vez porque nunca llegamos a interiorizarlo como es debido. A saber, que la primera obligación de un gobierno es la de actuar como servidor del pueblo y que cuando, en lugar de servirlo, se dedica a oprimirlo y a imponerle sumisión, entonces la obligación del pueblo es rebelarse.
Verdad certera y justa donde las haya. No obstante, si intentáramos aplicarla a nuestras particulares circunstancias, muy posiblemente chocaría con otra verdad que si bien no la niega, ya que resulta innegable, por lo menos la estorba.
Esta verdad que se nos atraviesa en el camino de la sabia máxima realmente no es una sola, sino la suma de un grupo de verdades que hoy convergen en un cuerpo único, a la vista aquí como El Morro, pero a ras del suelo y más sólido.
De entrada, nadie deberá esperar que una rebelión popular en nuestro país provoque tan pocas muertes como las que al menos en un inicio se registran en Túnez.
Ello no sería motivo suficiente para desestimar la posibilidad del estallido. Siempre llega un momento en el que la presión rompe el molde haciendo añicos todas las prudencias. Pero tampoco tiene por qué escapar a nuestras previsiones.
El ejército cubano está conformado en amplia mayoría por reclutas del servicio militar obligatorio, los cuales, como parte del pueblo humilde, difícilmente se prestarían para masacrar a la gente en las calles. Es presumible entonces que su actitud en este sentido también sea igual a la asumida por el ejército tunecino.
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en Túnez, el régimen de aquí dispone de un ministerio del interior con fuerzas más que sobradas en número para frenar en seco cualquier ensayo de revuelta popular. Son huestes cuyo alto nivel de comprometimiento con la dictadura queda fuera de dudas, y que además de resueltas, están entrenadas y adoctrinadas para la masacre masiva.
También dispone nuestro régimen de una maquinaria propagandística muy bien engrasada y con radio de acción que abarca diversas zonas del mundo, a la vez que de una capacidad de control férreo sobre las vías internas de información independiente.
Le resultaría una tarea fácil poner en marcha un plan para deslegitimar la rebelión con el argumento (no por manoseado menos efectivo) de que está siendo víctima de un ataque desestabilizador organizado y dirigido desde Estados Unidos, por lo cual no le queda otra alternativa que defender la soberanía nacional.
A no dudarlo, sería mucho más eficiente (en rigor lo es ya desde hace tiempo) sacándole lasca al papel de víctima del imperialismo yanqui, de lo que fue el dictador tunecino Zine El Abidine Ben Alí tratando de sacársela al extremismo islámico.
Eso sin contar que ni por asomo Ben Alí tuvo jamás la previsora picardía de repartir un grueso contingente de médicos por el Tercer Mundo, o de enviar tropas a luchar contra el apartheid en África, o de sembrar deudas de gratitud entre presidentes de naciones vecinas. Así que es improbable que aún cuando aplastase a la brava cualquier intento de sublevación, nuestro régimen sea internacionalmente condenado y aislado en forma casi unánime, como lo fue el de Túnez.
Entre los tunecinos, la clase media ha jugado su histórico rol de ocupar posiciones de primera fila en la revuelta. En nuestro país esa clase no cuenta, si es que realmente existe.
Entre la clase alta (sólo los caciques con sus parientes y protegidos) y la clase pobre, que es el pueblo extenuado, arrinconado, desinformado y perplejo, asoma apenas la nariz un sector social cuya solvencia económica sitúa a sus miembros un milímetro por encima de la generalizada pobreza. Es lo que suele considerarse aquí la clase media, timorata, insensible, egoísta, hipócrita y absolutamente persuadida de que es mejor malo conocido (el régimen) que bueno por conocer.
Junto a los aspectos análogos, que son muchos, existen entre Túnez y Cuba aspectos diferenciadores, que aun cuando son pocos, imponen su gran peso. Está por ver hasta qué punto, en nuestro caso, los segundos primarían sobre los primeros.
Casi la misma cantidad de habitantes en los dos países, con más de un millón de exiliados en cada uno, debido en lo fundamental a más de 50 años de dictadura, repartida entre dos presidentes que no se han expuesto al libre escrutinio.
Dirigentes vitalicios, corrupción crónica, crisis económica, debacle administrativa, una juventud con alto nivel académico pero sin cultura política, y descolocada en el plano existencial. Una nutrida red de delatores como apoyo idóneo para la represión. Desempleo. Impunidad total para el abuso de poder… Es más o menos la lista de los aspectos análogos. No está completa, pero recoge lo básico.
En cuanto a los principales aspectos diferenciadores, a los ya mencionados anteriormente habría que agregar por lo menos otro, referido no tanto ya a las consecuencias que nos reportaría de inmediato una asonada rebelde, sino al peligro de otras implicaciones quizás peores, pero de alcance mediato y aun largo.
En vista de que la dictadura cubana no se dejará sacar tan mansamente de su búnker, o al menos no antes de haber ocasionado un mar de muertes, es de suponer que se trataría de una rebelión mucho más violenta que la ocurrida en Túnez.
Y la violencia genera violencia, es un lugar común que no nos queda otro remedio que repetir. Forma una espiral viciosa que aumenta sus proporciones con el paso de los acontecimientos, al punto que no se sabe cuándo ni cómo terminará.
Por alguna razón que nos ocuparía mucho espacio y cuyo desmenuzamiento, además, no es necesario, por conocido, entre los tunecinos quizá no existan tantas ni tan graves cuentas pendientes como entre los cubanos. Es algo en lo que también nuestra pícara dictadura le ha sacado amplia ventaja a la de Túnez.
El despojo de propiedades, los mítines de repudio, la zancadilla política en los centros de trabajo y de estudios, la delación del prójimo como resorte defensivo u oportunista por parte del vecino, el amigo y el pariente desmoralizados… Crearon a través de los decenios un sedimento de rencores, odios y ansias de venganza, que hoy gravitarían como amenazas adicionales, incluso sobre cualquier cambio de sistema político en la Isla, no digamos ya sobre una rebelión violenta.
Es conocido que ahora mismo esta particular secuela sociopolítica sigue siendo uno de los primeros –si no el primer- muro de contención que mantiene indecisa a mucha de nuestra gente a la hora de apostar por un cambio radical de gobierno. No quieren, no queremos más muertos, ni nuevas fracturas familiares, ni motivos que continúen enfrentándonos como perros por una sola perra.
De igual manera que ha demostrado inutilidad completa en los asuntos administrativos del Estado, el régimen hizo cátedra derrumbándonos los puentes de regreso a la normalidad. Y este pudo ser su más efectivo derrumbamiento.
¿Quién se atreve a asegurar que una rebelión violenta entre nosotros sólo iba a durar un tiempo breve, como parece suceder en Túnez?. ¿Quién descarta a priori la posibilidad de que terminase convertida en una guerra civil larga y sangrienta?.
Todavía más, ¿quién puede predecir que finalmente, una vez destronada la dictadura, si es que la rebelión lograse destronarla, no sería sustituida por otro régimen de caudillos opresores y voluntariosos, fruto de la violencia al fin y al cabo?.
No suele resultar compensable ejercer el papel de aguafiestas (en el imposible caso de que estuviéramos hablando de una fiesta), pero ante estas circunstancias siempre será mucho más provechoso ser francos que ser simpáticos.
Claro que de la misma forma que el conjunto de verdades nefandas que describimos arriba estorban la marcha de esa máxima según la cual hay un punto límite en que los pueblos están obligados a deshacerse radicalmente de sus dictaduras, también la máxima estorba a esas verdades nefandas, indicando que, a pesar de todo, tal vez siga valiendo la pena enfrentar los riegos.
Son dos verdades que se estorban pero no necesariamente se descalifican entre sí. A fin de cuenta, siempre va a quedar un margen para la elección. De lo que se trata entonces es de conocer los riesgos de antemano, para poder sopesarlos.