MIAMI, Estados Unidos.- En una reunión de amigos me fue sugerido el título de esta columna, que me resulta ciertamente inspirador. Coincidieron en la sobremesa cubana un nuevo arranque de rebelión espontánea en la isla, donde la inoperancia y represión del castrismo se ha hecho totalmente intolerable, y la actuación de la compatriota Ana de Armas en la controversial película Blonde, todo un ensayo cinematográfico que especula sobre las interioridades y peripecias de la fama, cortesía de la no menos afamada Marilyn Monroe.
Cierta vez conversé con la actriz María Isabel Díaz, cuando interpretaba comedias en un canal de televisión local para ganarse la vida en Miami, y se refirió a cuánto echaba de menos su vida en Madrid y el barrio de Lavapiés.
Luego regresó a esos comienzos fuera de Cuba en España, protagonizó una exitosa serie de televisión y un buen día la vimos, consternada, en Facebook reclamando beneficencia social por ser una actriz desempleada.
Vamos a recordar que María Isabel llegó a ser una “chica Almodóvar”, aunque luego, al parecer, no reportara mayores beneficios a su carrera.
Los cubanos debieran tener la alternativa, como ocurre con los mexicanos, brasileños, argentinos, por solo mencionar tres países de gran tradición actoral, de hacer carrera en la isla y luego incursionar en otros escenarios sin el apremio de la supervivencia o empujados por la indigencia.
Debido a eso y muchas otras circunstancias que marcan el haber escapado con éxito de un sitio maldecido, Ana de Armas merece toda nuestra admiración y respeto.
De haber permanecido allí, donde la industria del cine y la cultura en general han quebrado, o en un país europeo con oportunidades limitadas, De Armas sería uno de esos apuntes elusivos, de cierto orgullo para atentos compatriotas, pero de poca fijeza en el ámbito artístico universal. Algo así como los cantantes o bailarines que triunfan en programas de concurso televisivos, donde, sin embargo, la xenofobia suele asomar su oreja desagradable.
Afortunadamente, la meca o el enemigo, según el cristal con el que se mire, los Estados Unidos vino al rescate de Ana de Armas, donde la primera barrera que debió vencer fue la del aprendizaje del idioma inglés –“el difícil”, le dicen sus coterráneos– sin el menor acento posible porque ya las plazas con entonación foránea estaban cubiertas por actrices como Penélope Cruz o Salma Hayek, casi siempre comprometidas en papeles étnicos por dicha eventualidad.
Hollywood no cree en lágrimas, y no es cuestión de tocar a sus puertas intimidantes y un mayordomo te deja entrar sin antes averiguar algunas credenciales para autorizar tal acceso.
Cierta vez, el escritor Néstor Díaz de Villegas nos llevó a un grupo de amigos que visitaba Los Ángeles, para unas presentaciones universitarias, al “diner” donde solía concurrir la Monroe, en el que hoy fungen como camareras bellas starlets con la esperanza de encontrar una persona de la competitiva industria que “las descubra”.
Entre las mismas conocimos una modelo cubana que ya había tenido el añorado “date” con un famoso actor, sin mayores consecuencias en sus aspiraciones.
Ana de Armas ha contado que en las primeras películas americanas donde participó lo que hacía era repetir las palabras en inglés de memoria.
Luego hizo algo no muy común en el medio: aprender durante dos años el idioma por inmersión y desempeñar papeles de mediana importancia hasta que ocurrieron momentos que le fueron abriendo ventanas a la notoriedad merecida: Blade Runner 2049, aunque fuera de modo holográfico, el exitoso thriller Knives Out, que parece haber creado una franquicia, y No Time to Die, donde se consagra como una “chica Bond”.
El resto de su filmografía, con secuencias de encomio junto a figuras consagradas que solían expresar su satisfacción con el desempeño de la cubana, fueron escalones para llegar a la suerte de cúspide que es Blonde, considerada la película más polémica y divisiva de la actualidad.
Jessica Chastain estuvo entre las actrices de prestigio que declinaron el honor de interpretar a Marilyn Monroe en esta nueva película de Andrew Dominik, quien estuvo diez años sin dirigir largometrajes de ficción.
Las estrellas se alinearon para que De Armas tuviera la oportunidad de mostrar su talento y carisma, virtudes que le permitieron salir ilesa y triunfante de los enconados debates provocados por la hechura de una Monroe verosímil pero poco complaciente en su narrativa.
De vez en cuando el cine se enardece de tal modo con la reproducción en pantalla de celebridades artísticas o personajes históricos, en argumentos que se ocupan de sus desventuras porque ya se sabe que la felicidad no suele ser materia del morbo cinematográfico.
Vale recordar La última tentación de Cristo, donde se humanizaba, de cierta manera, al Mesías o Judy, sobre quien fuera la niña prodigio Judy Garland, en el ocaso de su carrera.
La última frágil y malograda Monroe, algo convincente, fue Michelle Williams en My Week With Marilyn (2011).
Ahora Ana de Armas acrecienta tal desafío y nos compromete con hipnóticos recursos expresivos y belleza en una aventura metafórica y dolorosa de abusos, abandonos e incertidumbre.
A golpe de talento, atrás quedaron las dudas sobre su mínimo acento, que ya nadie disputa, para dar vida al más sensual de los mitos cinematográficos, así como la perturbación étnica y la corrección política que agobian al cine de los Estados Unidos como un hipócrita cargo de conciencia a la hora de decidir los repartos.
Paradójico que una actriz cubana joven demuestre con su arrojo artístico y personal que el sueño americano sigue siendo una certidumbre.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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