LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Era sábado en la mañana. Mis planes para ir a nadar con mi pareja y librarme por un rato de tanto trabajo, se desvanecieron cuando dos oficiales de la Seguridad del Estado se aparecieron en mi casa para llevarme a “conversar” a una de las tantas oficinas que tienen diseminadas por toda La Habana.
Después de media hora de viaje, llegamos a nuestro destino, donde nos esperaba otro de los oficiales que “me atienden” (y no precisamente porque sean médicos o camareros). Cada disidente u opositor cubano tiene asignados oficiales de la Seguridad del Estado que lo “atienden”. Entramos a un cuarto de aquel lugar y comenzó la sesión.
No voy a aburrirlos contando los pormenores del interrogatorio, ni las acusaciones y amenazas de que fui víctima. En una dictadura, lo más natural es que repriman, amenacen y agredan a los disidentes. Lo que sí me gustaría compartir con los lectores, es la peculiar advertencia que me lanzó a quemarropa el más joven de los 3 oficiales, quien dijo llamarse Yohan. Este personaje posee la certeza, compartida por muchos de sus compañeros (y me gustaría que los cubanos reflexionaran al respecto), de que los disidentes no podemos hacer nada contra un gobierno “tan fuerte”.
El oficial, que no excede los 30 años, hizo gala todo el tiempo de los poderes que le corresponden, por ser miembro de la Seguridad del Estado. Me espetó que yo y el resto de los opositores o disidentes estamos en desventaja ante él y su gente, y que no podemos enfrentarnos a tanta fuerza y poder. Me dijo, orgulloso, que “los opositores son un puñado de individuos a los que nosotros, que somos el elefante en esta historia, podemos aplastar como a hormigas”.
Este pionero en el macabro arte de la represión, está convencido de que quienes nos enfrentamos al régimen de la Isla somos sólo un puñado de contrarrevolucionarios. Por otro lado, él cree realmente que por ser ellos el elefante, no habrá manera de que nosotros, las indefensas hormiguitas, podamos librarnos jamás de su omnipotencia.
Le conté entonces al bruto muchacho la fábula sobre otro elefante, como él, creído de que por ser más grande, podría expulsar a una colonia de hormigas de su territorio. Pero cuál no sería el desconcierto del gigantesco paquidermo cuando, en lugar de obedecer y huir, miles de diminutas hormigas treparon sobre aquella mole y, metiéndose dentro de su trompa, sus ojos, sus orejas, obligaron por fin al gigante a correr, derrotado y adolorido.
El interrogatorio y las amenazas de aquel sábado continuaron durante 8 horas. Mis represores me amenazaban, mientras yo, impávida, los miraba fijamente y pensaba: “Pobres elefantes, grandes por gusto, no saben que esta mujer,esta hormiga que ven aquí, y otras tantas hormigas que andan por ahí, podemos soportar torturas y agresiones sin un parpadeo”.