LA HABANA, Cuba. – De acuerdo con los datos más recientes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, Cuba ha alcanzado el segundo puesto, solo después de México, en las estadísticas sobre flujo migratorio irregular.
Cerca de 29 000 cubanos arribaron a la frontera estadounidense tan solo en el pasado mes de octubre, lo que representa el 12,51 por ciento del total de migrantes, desplazando así, por ejemplo, a los haitianos que, con cerca de 7 000 registrados, ocupan el décimo lugar de la tabla, y son el 2,91 por ciento de los migrantes.
Pero conociendo lo que sabemos los cubanos y cubanas —aunque permanezcamos en la Isla por las razones que nos asistan—, ese lugar en la tabla solo es el segundo, y no el primero, en tanto tenemos el mar de por medio.
Porque, de abrirse o evaporarse las aguas por unas horas, todas las colas que hoy existen en Cuba —para el pollo o para el pasaporte, en fin, para sobrevivir— dejarían de existir, solo para conformar una sola rumbo al Norte, que habría de ser la más multitudinaria y extensa de todas: la cola para emigrar, escapar, huir.
Y es que los cubanos no “emigran” por estos días sino que están huyendo y lo hacen por causa de ese miedo a que “la cosa” continúe marchando a peor, y no solo en cuestiones de economía —ojalá solo fuera por eso que se van los cubanos— sino en todo cuanto conforma nuestra realidad, que de tan “irreal”, absurda, hace rato que parece pesadilla.
Aunque se habla de hartazgo, hambre, represión y hasta de “decepciones” (y “deserciones”) como de otras muchísimas cosas, “miedo” es la palabra que más se escucha por estos días de éxodo masivo. No solo en relación con ese “miedo creíble” que se debe demostrar ante el juez para evitar ser retornados al infierno sino, además, con esos miedos que hemos integrado a nuestras vidas porque el régimen nos los ha inoculado para hacernos más dóciles, más “fieles”.
Quizás por estar acostumbrados no nos demos cuenta. Están incluso los que pudieran pensarse libres de él, pero en Cuba el miedo —como la suma de todos nuestros temores— está en todas partes, y nadie, absolutamente nadie escapa, ni siquiera los tipos más “duros” del régimen que por estos días de protestas callejeras y redes sociales ardiendo, de zapatos apretados y bolsillos vacíos, no han dejado de temblar.
Temblando de miedo han salido a pedir limosnas rumbo a Argelia, Rusia, Turquía y China porque el barco hace aguas como nunca antes y hasta los turistas, habiendo descubierto que nuestro “exotismo” no es más que miseria dura y cruda, van en estampida, y junto con ellos muchos empresarios hartos de trampas, deudas sin cobrar, manipulaciones y complicidades.
Hasta la frase “estabilidad política”, que han usado como anzuelo para los inversionistas extranjeros, la pronuncian entre balbuceos y murmullos, no a todo pulmón como antes del 11 de julio de 2021.
Si algo se ha mantenido relativamente “estable”, “abundante” y hasta relativamente “bien repartido”, durante todos estos años de dictadura ha sido el miedo. Y aunque son más los que a nivel de la calle comienzan a perderlo, lo cierto es que nuestros miedos son demasiados y ni el más valiente logra despojarse de todos con un solo sacudón.
Hay miedo en Cuba y es nuestra cotidianidad. No miente, para nada, el que no temiendo a mentir ante un juez en Texas, dice que tiene miedo. Porque aunque no le tiemblen ni la voz ni las manos, aunque apenas diga lo que el abogado le recomienda que es mejor para ser “creíble”, cada cubano que llega a la frontera de Estados Unidos lo hace cargando encima miles de miedos que, aunque no sea consciente de ellos, son los que lo hicieron decir “no aguanto más”.
El miedo fue el que hizo a nuestros padres enseñarnos primero, antes que a hablar, a murmurar y después a mentir, a fingir lealtades para ser “políticamente correctos”. De ellos y de nuestros maestros aprendimos que ser “revolucionarios” es simular porque ser sinceros solo nos traería problemas. Y llevaban razón, en sus consejos y sus miedos.
Ese regaño de “¡habla bajito!” lo sufrimos todos, y hasta aprendimos a no decir “Fidel” sino a tocarnos la barbilla, como en lengua de señas, cuando incluso entre las cuatro paredes del hogar nos sentíamos, y aún nos sentimos vigilados, escuchados, descubiertos y perseguidos.
Es que aún en pleno Miami he visto a cubanos murmurar y acariciarse el mentón cuando hablan de Cuba y del difunto dictador. Y si eso no es prueba de llevar el miedo en nuestra sangre, al menos lo es de nuestra historia tan triste.
Es el miedo que nos llega desde todos partes. Incluida la amenaza festinada del vocero, del policía disfrazado de periodista en la televisión nacional y que en la desesperación, por causa de sus propios miedos, hace el ridículo defendiendo lo indefendible y lanzando disparates como ese más reciente de que un meme contra el régimen es un arma de terror.
Y es que los memes tan difundidos desde nuestros teléfonos son, quizás, la expresión más ilustrativa de la pérdida del miedo en los que, de acuerdo con los deseos del Partido Comunista, debieran estar cada día más aterrorizados pero, por la furia que desatan, son además la evidencia de que la dictadura cubana es enemiga del humor, en tanto solo sabe gobernar en virtud de los miedos.
Al régimen le gusta vernos temblar de miedo porque si nosotros temblamos y les tememos a sus jerarcas, ellos dejan de temblar, y en ese “balance emocional” se basa la “estabilidad política” que gustan de pregonar aún temblándoles la voz.
Tanto los jueces que deciden sobre el “miedo creíble”, así como los altos funcionarios estadounidenses que vienen a conversar sobre temas migratorios en Cuba —ocultando sus miedos entre sonrisas y apretones de manos— deberían tener presente ese detalle, así como comprender la verdadera dimensión de nuestros miedos, aunque algunos puedan parecer increíbles, o nada significativos en un mundo como el de hoy donde casi todos tienen algo a qué temer.
Posiblemente la oleada migratoria acabará en breve en tanto algo cruel se cocina entre ambas orillas y el olor del cocido nos llega bajo la forma de fuertes rumores y nuevos temores. Miedos nuevos pero a la vez ya conocidos, sobre todo ese, el más terrible de todos, claustrofóbico, de quedar atrapados y sin salidas en una Isla cada día más inhóspita.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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