LA HABANA, Cuba. – Se dice que cada pintor de la vanguardia cubana tuvo una temática predilecta, una obsesión, un cromatismo o estilo que lo hace identificable entre quienes aprecian este período de la historia del arte antillano. Las naturalezas muertas fueron para Amelia Peláez lo que para Carlos Enríquez sus sensuales desnudos y la transparencia del color, o la gama de blancos y ocres en la obra de Fidelio Ponce, o la simbología afrocubana en la de Wifredo Lam.
Jorge Arche se distingue por sus muchos retratos, en los que predominan colores vivos y donde el retratado, casi siempre de medio cuerpo, se ubica al centro de la composición, sentado o reclinado. Se dice que le era más cómodo pintarlos así, pues Arche había quedado afectado por la poliomielitis que padeció en su infancia, y le era imposible trabajar de pie.
Su paso por la Academia de San Alejandro fue irregular, pero pudo graduarse en 1921. Allí conoció a los artistas modernos, trabando especial amistad con Víctor Manuel y Arístides Fernández.
Arche llamó la atención de sus contemporáneos con su obra “La carta”, que presentó en la Primera Exposición Nacional de Pintura y Escultura (1935), donde obtuvo uno de los premios. Fue profesor del Estudio Libre de Pintura y Escultura, creado y dirigido por Eduardo Abela como alternativa al anquilosamiento y elitismo académicos.
Insistió en el retrato como temática principal, buscando expresar sus inquietudes artísticas. Lo que para sus colegas era un camino que debían abordar con cierta cautela, para Arche fue un vehículo idóneo que le permitió combinar la inspiración clásica, influida principalmente por los maestros del Renacimiento, con el lenguaje plástico moderno.
Por su estudio pasaron importantes intelectuales de la época, como Jorge Mañach, José Lezama, Don Fernando Ortiz y el poeta René Villarnovo. También su amigo entrañable, el pintor Arístides Fernández.
La obra de Jorge Arche fue de las más trascendentes y auténticas de su tiempo. Su impresionante representación de José Martí (1943), donde el Apóstol, despojado de la habitual levita negra y con la mano sobre el corazón ―guiño evidente a “El caballero de la mano en el pecho”, del pintor español El Greco―, parece a punto de desbordar el cuadro, refleja la madurez alcanzada en la cúspide de su producción pictórica, elogiada y respetada por todos los integrantes del movimiento moderno cubano.