LA HABANA, Cuba. – La hija de unos amigos fue a la escuela por primera vez y sus padres, después de dejarla sentada en su pupitre, vinieron a saludarme, a tomar un cafecito. Y la conversación que acompañó al café giró sobre el primer día de clases. Yo relaté algunos detalles de mi primer día de clases que aún guardo en la memoria, y también ellos.
Los tres recordamos a nuestras maestras. Hablamos de uniformes y pañoletas, de las transformaciones que sufrieron hasta hoy. Nos reímos de los lemas, nos indignamos con el empeño de las autoridades para que chilláramos bien alto, y con la mano derecha surcando la frente, que seríamos como el Che, aquel argentino de tan triste recordación.
Hablamos y recordamos, y yo quise saber en cuál de las escuelas del barrio estudiaría la niña. “Francisca Navia”, dijeron con cierto esfuerzo los padres de la alumna recién estrenada, y noté en su respuesta que no reconocían las razones que llevaron a que Francisca mereciera que su nombre fuera el distingo de esa escuela en la que habían dejado, entre lágrimas, a la niña.
“Francisca Navia”, repetí haciendo muecas, poniendo sobre sobre mi boca abierta mi mano derecha y la izquierda en la cabeza. Ellos no entendieron el porqué del asombro y las señales. Ellos no entendieron el tono irónico con que repetí el nombre de la escuela. “Francisca Navia”, dije, y ellos no entendieron nada. Y no me quedó otro remedio que explicar un poco quién fue la mujer que diera su nombre a la escuela en la que comenzó a estudiar la hija de ambos.
Y repetí el nombre varias veces, con cierto aire teatral, y silabeando, manoteando: Fran-cis-ca Na-via. Pero los padres esperaban algún detalle que explicara mi sarcasmo. Y era razonable esa inquietud. Es importante saber el nombre de las cosas, el porqué del nombre de las cosas. Y es que estamos acostumbrados a otros nombres para distinguir a las escuelas. Las escuelas en Cuba se llaman José Martí, se llaman Antonio Maceo, Carlos Manuel de Céspedes, y también se usan otros nombres menos apropiados como Che Guevara, Alegría de Pío, etc… Resulta que las cosas en Cuba tienen nombres y a veces nombretes.
¿Y quién fue Francisca Navia? ¿Qué hizo Francisca Navia para merecer eso? ¿Por qué su nombre no se encuentra fácilmente en el martirologio nacional? ¿Por qué sin estar en el martirologio nacional se distingue a una escuela con su nombre? Francisca murió por casualidad, por estar en el sitio incorrecto y con los peores propósitos. Francisca fue a un acto de repudio en aquellos días del Mariel.
Francisca Navia, muchos años después, sigue siendo una desconocida, sin embargo su nombre sigue distinguiendo a la escuela a la que fue a estudiar la hija de mis amigos. Francisca no fue una heroína de la Sierra ni de la zafra, no fue combatiente internacionalista en África ni en América del Sur, que son los méritos cubanos que sirven, después de muerto, para luego dar nombre a las escuelas.
Francisca Navia fue a un acto de repudio en el 80 del pasado siglo. Francisca gritaba “pin pon fuera, abajo la gusanera”. Francisca reventaba huevos sobre las paredes de la casa, sobre los habitantes de esa casa, sobre los “traidores”. Francisca tiraba huevos, agredía, y chillaba los más execrables improperios, entre los que “gusano” resultara ser el menos ofensivo.
Francisca chilló y chilló improperios hasta que fue golpeada por un auto. Se dice en mi barrio que el golpe no fue intencional en ninguno de sus detalles. Se dice que el chofer del auto fue advertido del repudio que dedicaban a sus parientes. Se dice que el chofer estaba asustado, que temió por la suerte de sus parientes y se acercó. Él sería el chofer de sus parientes para llegar al Mariel, pero los frenos dejaron de funcionar y avanzó el auto hacia el tumulto, y golpeó a Francisca, involuntariamente.
Francisca murió por el desajuste de los frenos y no por voluntad del chofer, pero Francisca Navia ganaría, unos años después, el ostento de que su nombre apareciera a la entrada de una escuela, de una escuela nueva, quizá la más grande del Cerro. Francisca ascendió al martirologio comunista porque la atropelló un auto, sin querer, que venía a recoger a quienes viajarían al Mariel y luego a Miami.
La escuela tiene el nombre de Francisca porque la mujer chilló a voz en cuello un sinfín de consignas comunistas. Ella llamó escoria a los viajeros, y desalmados, y traidores; y porque le pareció poco lo que hacía tiró, entonces, huevos, muchos huevos, hasta que al auto perdió los frenos y avanzó, sin que alguien pudiera detenerlo. Francisca murió ese día.
Y fue esa la heroicidad que llevó a Francisca al martirologio cubano, y a que le concedieran la gracia de que una escuela llevara su nombre. Una mujer que usó la violencia para castigar a quienes el poder llamaba desertores. Un mar de huevos chorreando en las paredes de la casa y cáscaras en el suelo, en el parabrisas, en el capó y el maletero, en el techo y en las llantas, en todas partes.
Huevos y huevos como signo de malevolencia y embarrando la chapistería del auto, haciendo surcos de yemas sobre el auto, sobre la casa de los “traidores”. Un acto de repudio para denigrar a quienes no comulgaban con Fidel. Huevos contra los “traidores”, contra la casa de los “traidores”, como si Cuba tuviera el mayor número de gallinas ponedoras.
Y ese despilfarro me despierta el apetito, los deseos, después de tanto tiempo sin comerme un huevo, sin contemplar una yema frita, roja y muy redonda, abultada. Huevos sobre los “gusanos”, sobre la casa de los “gusanos”. Huevos en todos los actos de repudio, el huevo como antesala de la cárcel, del destierro. Huevos rotos, huevos perdidos, huevos con mal uso.
Enorme el despilfarro de entonces, y hoy no hay manera de encontrar un huevo para que los padres refuercen el almuerzo a los hijos que hacen el camino en las mañanas hasta la escuela Francisca Navia. A Francisca le inventaron una historia de víctima, como suele suceder. Y hasta hicieron esa escuela a la que dieron el nombre de Francisca, una de las más vistosas del Cerro, de entre las más funcionales, quizá la más costosa de todas, después de convertir a Francisca en heroína, en revolucionaria ejemplar.
Y yo me pregunto qué dirán esos amigos si a la niña le dan, en un par de años, la tarea de hacer una breve biografía de Francisca. ¿Qué cosa dirá la niña de la occisa? ¿La ayudarán sus padres? ¿Dirán lo que ya saben sobre la occisa? ¿Dirán que fue al cielo la señora o la pondrán en el infierno? Lo más probable es que esperen a que tenga más años para decir la verdad de esa parte de la historia, que es también la historia de la escuela de la niña, y del país.
Francisca Navia puso su vida en peligro por acosadora, y murió en un accidente, pero los comunistas necesitan héroes y heroínas, y levantar escuelas de vez en cuando para conseguir lisonjas. Y Francisca será una escuela mientras dure la escuela, pero jamás una heroína. Y debían saber los comunistas que el nombre de las cosas es algo más que una resonancia, que es más que una señal.
El nombre de una cosa, cualquiera que sea la cosa, es mucho más que un sonido, es un signo que subsistirá mientras la cosa dure. El nombre es un símbolo, una señal, una noción. El nombre es sujeto, y hasta predicado, y Francisca será por siempre una comunista acosadora, una “tira-huevos”, al menos mientras la escuela exista, y luego será polvo, pero no polvo enamorado.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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