LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -El pasado viernes 22 de febrero el General-presidente cubano, Raúl Castro, se permitió bromear sobre lo que llamó su “renuncia” a dirigir la nación. “Voy a renunciar. Ya voy a cumplir los 82 años, tengo derecho a retirarme. ¿No me creen?”, fue la frase de Castro II que reprodujo la AFP después que éste acompañara al primer ministro de Rusia, Dimitri Medvedev, de visita oficial en Cuba, a colocar una ofrenda floral al cementerio militar soviético en la periferia de la capital. En el mismo marco, R. Castro sugirió a los periodistas allí presentes que escucharan su discurso ante la Asamblea Nacional el domingo 24 de febrero, asegurando que sería “interesante”.
Este domingo amaneció sin fanfarrias ni festividades en Cuba. No hubo ninguna pancarta ni valla para rememorar una fecha histórica de las luchas independentistas decimonónicas, como tampoco expectación o interés alguno por parte de los cubanos a propósito de la nueva composición del órgano superior del Poder Popular. Fue una tarde dominical tan abúlica como todas y apenas unos pocos televidentes –me atrevería a asegurar que mayoritariamente disidentes o críticos al sistema– seguíamos el tartamudeante discurso del General.
Si alguien esperaba sorpresas ante la anunciada “renuncia” de Castro II debió ser algún ingenuo miembro de la prensa extranjera, quizás más interesado en elevar los ratings en los medios que conocedor de la realidad cubana. En todo caso, ya el propio General se había encargado de anunciar desde el pasado Congreso del PCC que la dirección del país, empezando por la suya, se limitaría a dos mandatos de cinco años cada uno, por lo que este 24 de febrero, una vez ratificado en el poder, inició su segundo y último mandato. Nada de sorpresa ni de renuncia.
El ascenso de Miguel Díaz-Canel como Primer Vicepresidente del Consejo de Estado, en sustitución de José Ramón Machado Ventura, tampoco constituyó una sorpresa. De hecho, la promoción de quien hace años se perfilaba como el prospecto favorito de R. Castro era solo cuestión de trámites hasta que se diera la ocasión de sacar elegantemente a Machado Ventura por la puerta trasera. No obstante, en prenda de reconocimiento a sus fieles servicios el nuevo Consejo de Estado mantendrá a éste y a Abelardo Colomé Ibarra entre sus miembros, aunque sin cargos, ya que ellos “los cedieron modestamente para dar paso a las nuevas generaciones” de dirigentes de la revolución.
Un detalle digno de anotarse es que si bien la despedida parcial de Machado Ventura y de Colomé Ibarra estuvo acompañada desde el discurso del General por los respectivos panegíricos sobre la trayectoria revolucionaria de ambos, con una síntesis sobre sus méritos desde la época insurreccional, Ricardo Alarcón, quien se mantuvo al frente de la Asamblea Nacional por espacio de veinte años –desde el 24 de febrero de 1993– fue sustituido con un escandaloso silencio, sin despedidas, sin glorias y sin agradecimientos, para poner en su lugar, sin más ceremonias, a Esteban Lazo Hernández, un sujeto que se destaca por tres rasgos característicos: su colosal envergadura física, su minusvalía intelectual y su fidelidad a los Castro. Una elección coherente para “dirigir” una institución que no es sino el coro formal que aprueba unánimemente las decisiones tomadas por el Consejo de Estado, que elige el propio presidente.
Así, cuando fue oportuno, el General pasó la cuenta al poco carismático ex presidente del Parlamento cubano; no precisamente por su falta de carisma o por abuso del whisky, sino por viejas infidelidades y deslices cuidadosamente anotados en la agenda personal de Castro II. Ni siquiera se hizo mención a los desvelos de Alarcón al frente del “Ministerio de los Cinco”. De esta manera, para la historia del período castrista en Cuba, posiblemente este grisáceo personaje se recuerde por haber sido ignorado en la comisión de gobierno temporal que propusiera Fidel Castro en su célebre proclama del 31 de julio de 2006 y como el “político” que se autolapidó cuando sugirió entonces públicamente que un nuevo gobierno tendría que ser ratificado por la Asamblea Nacional, tal como dicta la Constitución: un cuestionamiento que no le sería perdonado por el General, breve heredero del trono.
Los cubanos tenemos así, desde este domingo, un nuevo parlamento para el mismo viejo gobierno. Vino nuevo en odre viejo, como reza el refrán. La composición de la Asamblea Nacional ha sido renovada en un 67,26%. En su composición resultante el 48, 86% de los miembros son mujeres y el 37.9% son negros o mestizos, un promedio todavía bajo en un país donde el mestizaje ha estado ganando en número. Se trata de un gesto simbólico, pero también de un trago necesario. Obviamente al régimen le resulta difícil digerir que en el imperio del mal, paradigma del racismo según el discurso oficial, un joven negro haya sido reelecto como presidente; mientras en el paraíso caribeño, donde reina la justicia social, los negros y mestizos se han mantenido con un bajísimo perfil en las posiciones de dirección política y en los puestos de administración pública.
Por su parte, el nuevo Consejo de Estado ha considerado adecuado añadirse algo de tinte popular. Así, dos negros “del pueblo” han ascendido al Olimpo de los blancos ungidos: Mercedes López Acea y Salvador Valdés Mesa, el único “líder sindicalista” cubano que anunciara como bueno el despido de casi medio millón de trabajadores. Y con este sencillo toque el gobierno ha dejado saldado el problema del racismo en los altos niveles de dirección del país.
Castro I salió de su retiro para presentarse ante el Parlamento, pero por alguna razón su breve discurso no fue presentado en televisión y solo apareció reproducido en el periódico de este lunes 25 de febrero. Nos queda suponer que la pronunciación del líder histórico ya no resulta “televisable”.
Por su parte, lo más interesante del discurso del Castro II se descubre en algunas frases crípticas llenas de insinuaciones, en el más puro estilo palaciego de la castrocracia. No es posible pasar por alto el anuncio oficial de que en un futuro supuestamente cercano tendremos una nueva Constitución, idea que no resulta descabellada si se tiene en cuenta que la rigidez de la actual Carta Magna resulta incapaz de asimilar incluso los limitados cambios que están introduciendo las llamadas reformas raulistas.
Sin embargo, en mi opinión, lo más sugestivo fue decir que la revolución será cada vez “más justa y menos igualitaria” (¿?) y que velará por la paz, la justicia social y la democracia con “garantía de todos los derechos humanos para todas las personas”. Seguramente Castro II no tiene exactamente la intención de garantizarnos a todos derechos tales como la libertad de información, de expresión, de prensa y de asociación, como tampoco el pluripartidismo, entre otras bondades refrendadas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en los Pactos que este gobierno suscribiera (aunque no ratificara) hace exactamente cinco años. Curiosamente el propio domingo 24, tal vez mientras pronunciaba su discurso ensalzando los derechos humanos “para todas las personas” las Damas de Blanco eran reprimidas, arrestadas y conducidas a Colina de Villarreal, al este de la capital cubana, por realizar un homenaje a Orlando Zapata Tamayo, muerto tras una prolongada huelga de hambre en las prisiones del régimen tres años atrás. No obstante, es la primera vez que los cubanos escuchamos tanta audacia de histrionismo democrático en un discurso oficial.
En todo caso, muchos estamos dispuestos a tomarle la palabra. Con seguridad esperamos poder citar numerosas veces al General en este tópico y que la frase feliz vaya más allá del maquillaje de ocasión para agradar a la opinión pública, y en particular, de la intención de hechizar a la Casa Blanca. Mi habitual suspicacia sospecha de alguna oculta relación entre las visitas de senadores y congresistas norteños y este súbito ataque de democracia en el anciano ex guerrillero. Ojalá que este tema no sufra el mismo destino que el vaso de leche que lanzó en un entusiasmado discurso años atrás, cuando asumió el poder… que a estas alturas seguimos sin desayuno.
Al final, el discurso oficial cerró sin consignas. No hubo “Patria o Muerte”. “Socialismo o Muerte”, “Hasta la Victoria Siempre”, ni siquiera un escueto “Venceremos”. Ya aquí nadie habla de proletarios, de Marx ni de Lenin, una clara señal del talento camaleónico de la vieja camarilla y de que su reacomodo al socialismo capitalista va en serio.