LA HABANA, Cuba. – Hace algunos meses esta servidora presenció cómo una señora muy entrada en años robó dos guayabas en un agro y fue sorprendida por el sujeto que vigilaba la puerta, quien la reprendió y humilló delante de todos los clientes. La escena fue doblemente terrible por la innecesaria dureza del vigilante y porque no todos los días se ve a una persona mayor, sin aspecto de indigente, robar algo tan trivial.
Poco tiempo después esa escena se repite en varios agros de La Habana, donde los vendedores, según su educación, procuran no arremeter contra ancianos hambrientos y evitan tener pérdidas, porque las cosas no están como para regalar, muchos menos a diario.
En un pequeño punto de venta de la calle Salud, en Centro Habana, una joven vendedora se entretiene por un momento mirando el televisor que allí tiene instalado para entretener a su niña mientras trabaja. Esos segundos fueron aprovechados por una señora que, ágilmente, metió en su bolso dos plátanos machos, que cuestan 35 pesos cada uno. No lucía desarreglada ni sucia. Habría pasado por una abuelita cualquiera.
Justo cuando se disponía a cerrar el bolso y salir, se percató de que yo la había visto y no supo qué hacer. Su expresión avergonzada y mi sorpresa fueron advertidas por la vendedora, que de inmediato supo lo que ocurría. La señora aferraba los plátanos medio dentro, medio fuera del bolso.
“Señora, esto no puede ser todos los días”, dijo la joven con un tono de voz condescendiente, pero firme. La mujer sacó los plátanos y se disculpó. Incapaz de dejar las cosas así, en parte porque aquella infeliz podría ser mi madre, y en parte porque es inaceptable el estado de cosas al que hemos llegado, le entregué los 70 pesos a la vendedora y los plátanos a la señora, que agradeció en voz baja, sin mirarme.
“Ayer también vino y se llevó dos plátanos machos maduros. La he visto robándome boniatos, cabezas de ajo, cebolla. Uno o dos, pero de poquito en poquito se ha acostumbrado a venir casi a diario y yo de verdad que no puedo”, explica la vendedora.
En el agro de San Rafael no son tan pacientes ni tan generosos. Tratándose de un establecimiento con mucho ajetreo, los comerciantes andan a cuatro ojos y espantan a gritos a los menesterosos que aprovechan la menor distracción para llevarse lo que puedan. Desde lo alto de las tarimas vigilan a todo el mundo, pero en particular a los ancianos y a cualquiera que entre con pinta de desamparado.
“Esto no es un comedor social. Yo pongo ahí dos cajas con merma. Si quieren comer, que lo cojan de ahí (…). Ahora resulta que quieren matarse el hambre con productos sanos que yo tengo que pagar de mi bolsillo”, lamenta un vendedor. Justo debajo de su tarima, los dos cajones con merma revuelven el estómago de asco. Únicamente los cerdos podrían comerse aquello.
Entre los comerciantes se enreda el debate y afloran las quejas sobre abuelitos que roban. A unos pocos les da pena su situación y les regalan alguna vianda, o una fruta. Pero los viejos regresan porque hay hambre todos los días. El costo de dos plátanos machos o dos libras de boniato representa un hueco enorme en una pensión mensual de 1.578 pesos. Muchos comedores sociales han cerrado y, fuera de la ayuda esporádica que un anciano pueda recibir, no le queda más alternativa que la mendicidad o el robo para no morirse de hambre, una realidad que no está abierta a interpretaciones. Es literal.
Se hace difícil comprender lo que debe sentir una persona que trabajó su vida entera para impulsar el proyecto de sociedad que, en su momento, Fidel Castro vendió al mundo como un modelo superior, y ahora está obligada a prescindir de su dignidad o hacer a un lado la educación recibida para tener algo que llevarse a la boca. Tiene que ser muy duro llegar a la edad del descanso y darse cuenta no solo de que no hay reposo posible, sino de que tanto sacrificio no trajo más recompensa que la de verse convertido en ladrón.
En esta Cuba que dizque avanza la gente es cada día menos generosa. En un contexto de hiperinflación, pedir limosna no asegura una comida diaria, pero robar tal vez sí. En todo caso, es más fácil pedir disculpas al vendedor si te sorprende, que esperar por una caridad que puede llegar o no. Así subsisten muchos ancianos en Cuba. Todavía no se conoce de algún caso que haya terminado en la estación de la Policía. Si bien los comerciantes se molestan, ninguno ha llegado al extremo de denunciar a un pobre diablo que ronda las tarimas bajo un sol implacable, vencido por la fatiga.
La dimensión del fracaso del proyecto social, político y económico que alguna vez se llamó Revolución Cubana, se revela de un modo especialmente doloroso en esos viejitos que roban para comer y que son un espejo en el cual se miran los jóvenes que el Gobierno intenta atraer con ferias de empleo a las que no asiste casi nadie, porque trabajar para el sector estatal solo es garantía de vivir y morir en la más absoluta miseria.
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