LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -En El Caballero de la Armadura Oxidada, su autor, Robert Fisher, nos cuenta el dilema de un caballero andante que ama más a su armadura de guerra que a su propia esposa. Pero cuando al fin quiere desprenderse del hierro para honrar a su amada, no puede. De tanto asirse a ella, la armadura se había convertido en carne de su carne, hueso de sus huesos y sangre de su sangre.
Al igual que el caballero de Fisher, los rescatistas políticos se apropian de su misión e intentan cumplirla aún contra el deseo de los presuntos rescatados. Casi nadie les pide auxilio, pero al sentirse caballeros andantes, se imponen la quimera de que sus rescatados alabarán y comprenderán su misión después del exitoso rescate.
Así es como, en la faena, suelen olvidarse de sus pueblos para enrolarse en la adoración solemne de sus oxidadas armaduras. Y hacen algo más: les imponen a sus rescatados el tributo permanente y público de agradecimiento por la salvación.
¿Y qué pasa si los rescatados se niegan a participar de ese humillante ritual? Fisher abre una posibilidad humana. La del caballero que decide abandonar su armadura para conservar el amor. Pero también cabe esta otra posibilidad: que el caballero decida quedarse con la armadura e intente salvar de nuevo a la damisela, ya que la está viendo atrapada por un nuevo dragón: ella misma.
La violencia es el recurso de los Estados caballeros cuando se niegan a ser abandonados por sus damiselas rescatadas. Eso explica nuestro problema fundamental con el castrismo. Su inadaptabilidad al cambio, que en parte él mismo propicia, lo lleva a emplear las herramientas y los mecanismos de la violencia: social y política contra la ciudadanía.
Es terrible la violencia que hoy se acumula en la sociedad cubana. La violencia estructural que reproduce los hatos de miseria y marginalidad, y que se hace acompañar por el goteo incesante de un millón de despidos laborales. La violencia cultural que golpea a mujeres y niños, una forma corriente de violencia doméstica y de género minimalistas. La violencia callejera entre ciudadanos, por los motivos más triviales. La violencia policial en las calles, en las estaciones y prisiones. Y la violencia de los gestos, las palabras y los discursos que se leen o escuchan por los medios o en los centros públicos encargados de la pedagogía social.
Todo esto viene acompañado por lo peor y más feo: la violencia social del Estado contra la ciudadanía, que ocurre a diario contra los que practican la economía informal de resistencia, mayormente ejercida por ancianos, mujeres y personas negras. Y la violencia del Estado contra la sociedad civil, compuesta por aquellos individuos que intentan rescatar a la ciudadanía por medio de la palabra, el arte y la manifestación pacíficos. Es esta una violencia que deja de ser el recurso último de la civilización para convertirse en el último recurso del desesperado.
Lo que distingue nuestros escenarios de violencia del resto de las sociedades donde también es el pan de cada día, es precisamente la legitimidad que adquiere la violencia por la participación casi alegre del Estado en sus prácticas más brutales y morbosas.
Esto podría explicarse por el alboroto social que crea un gobierno que, no obstante, necesita toda la tranquilidad posible para garantizar su gradual conversión burguesa desde el poder. Palos para los de abajo y para los del al lado, no importa que la seguridad social desaparezca sin ruido o que se esfume la oferta laboral del Estado, con la complacencia de los sindicatos oficiales.
Es asombrosa la naturaleza de esta violencia que se ve incluso en el ámbito de la teoría social. Lo que hace el Estado con los ciudadanos, lo imitan los intelectuales orgánicos en el campo del pensamiento. Ya se habla de transición socialista, un flaco favor a la teoría de la transición y a la idea del socialismo, que constituye además un modo poco exquisito de violentar los conceptos en el afán de justificar a nivel de las ideas la misma conversión burguesa del poder, pero sin aparente contradicción. Todo muy obsceno. Y ciertamente amoral.
Los caballeros al mando de la policía y del pensamiento únicos creen de verdad en el valor museable de su armadura oxidada, mientras destruyen su viejo castillo de paredes empedradas, pretendiendo un salto mortal y glamoroso hacia el capitalismo, mientras mantienen bajo las ruinas del castillo, bien atadas, a sus damiselas desencantadas y en apuros.