MIAMI, Florida, abril, 173.203.82.38 -El resultado de las recientes elecciones en Venezuela no es una sorpresa. Lo asombroso hubiera sido un desenlace donde el opositor Henrique Capriles hubiera resultado ganador. Habría sido el milagro. Maduro y sus seguidores daban la victoria por descontada. Las declaraciones del dirigente chavista sobre su disposición de reconocer la derrota, incluso si esta se produjera con la diferencia mínima de un voto, formaban parte de la estrategia. De sobra sabía que aunque el margen fuera estrecho este siempre le sería favorable. Pero convenía adelantar las fichas para legitimar el resultado dudoso de una ventaja que no convenía presagiar amplia porque pondría en evidencia el tamaño de la trampa.
La impugnación hecha por el candidato Capriles sobre un fraude gigantesco no carece de fundamentos. Nicolás Maduro ha mostrado tempranamente sus cualidades. Junto al resto del equipo chavista no vaciló en mentir y manipular sobre el estado real del Comandante Presidente jugando hasta el último minuto la carta de la desinformación. ¿Cómo no dudar entonces de irregularidades y manejos a la hora de contabilizar los votos que le dieron el triunfo el pasado 14 de abril?
Ahora es inminente el peligro que apunta a la radicalización del proceso conocido como revolución bolivariana. A pesar de la desaparición de Chávez ese objetivo parece estar más próximo que nunca a materializarse. Se puede discutir que Maduro estuvo mal asesorado durante la campaña relámpago en pos de la presidencia. Si en materia democrática sus mentores no son duchos, otra cosa ocurre con las prácticas contrarias a la democracia. En ese cometido están doctorados.
Los primeros signos pudieron apreciarse en el discurso de Maduro. En respuesta a la disposición de los que salieron a las calles para protestar contra lo que denunciaban como un fraude consumado, Maduro acudió a una vieja treta totalitaria. Acusar a la oposición de generar violencia y responsabilizarles de las muertes producidas en los enfrentamientos. No es nuevo que en casos similares los muertos hayan sido puestos por el supuesto agredido. Todo en aras del fin supremo que justifica cualquier medio: llegar al poder o mantener este a toda costa.
A lo anterior sigue la inculpación de una intentona golpista a la que se etiqueta con el membrete de fascista. El resultado obtenido en las urnas, por estrecho que este pueda parecer, es presentado como prueba irrefutable de legitimidad. Un hecho incuestionable que sirve para invalidar cualquier reclamo. Pasado el momento de los ataques verbales llega el de la ofensiva directa contra el liderazgo opositor para anularlo; reducirlo por las vías judiciales, la represión o el exilio. Pasos que ya se están verificando en el proceso vertiginoso que tiene lugar en Venezuela.
La denuncia de Capriles sobre numerosas irregularidades que pudieron incidir en el curso decisivo de una cifra respetable de boletas hacia la candidatura chavista encontró un pronto acuerdo por parte de Maduro para el recuento de los votos. Los bombazos de Boston vinieron en auxilio del heredero de Chávez. Todavía no se había acallado la honda expansiva de las explosiones cuando Nicolás Maduro se había hecho proclamar presidente con la venia de quienes ya se quitaron de una vez por toda la máscara de la neutralidad democrática para exhibir su verdadera esencia. Aprovecharon el minuto en que las miradas de la opinión pública quedaban desviadas del escenario venezolano por un acto de terror de connotación internacional. Una distracción que aprovechó el dirigente chavista para hacerse reconocer por sus cómplices desconociendo el efímero arreglo al que había accedido apenas unas horas antes. Estados Unidos y buena parte del mundo tienen suficiente problema en que ocuparse tratando de desentrañar la madeja del hilo que conduzca a la aclaración de un acto que pone en tensión a otras ciudades prontas a preparar eventos como el que sirvió para escenificar el crimen. Madrid, Londres o París pudieran ser las próximas victimas.
A lo anterior hay que sumar un factor nada despreciable en el giro que dieron las declaraciones del Ministro de Exteriores de España pidiendo una salida a la situación creada en Venezuela por el estrecho resultado electoral. La respuesta tajante de Maduro propició una aclaración diplomática por parte del Ministro José Manuel García-Margallo tratando de suavizar asperezas. Y es que levantar polvo en ese terreno donde se sostienen importantes intereses económicos puede ser contraproducente para quienes allí mantienen inversiones o dependen de sus recursos. Al final el gobierno español dio el otro movimiento esperado por el chavismo por el reconocimiento desconociendo finalmente el asunto de los votos.
El mensaje breve enviado desde Cuba por Raúl Castro tan pronto se pronunció el Consejo Nacional Electoral en Caracas manifiesta la determinación castrista de apoyar al proceso bolivariano cualquiera que sean las circunstancias. No es el único aliado ni el más importante. Parecidos y rápidos saludos de reconocimiento llegaron desde el vecindario latinoamericano, Corea del Norte, Irán, Rusia y China. Un indicativo de que la jugada venezolana es clave en muchos intereses geopolíticos.
Venezuela vive momentos cruciales. Si la oposición del país sudamericano queda inerte a la espera de los acontecimientos mientras los herederos políticos de Chávez se afianzan en poder, entonces tendrán que afrontar al sistema en pleno derrotero hacia puerto totalitario. Mientras más avance la nación por esa ruta la batalla por la democracia será mucho más larga y costosa. Una lucha en la que harán causa común seguidores convencidos, corruptos aupados al carro del chavismo y elementos externos que lo han apostado todo al afincamiento de una plaza ideológica común con la que poder contar en cualquier circunstancia.